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Café colombiano en Argentina

Como agua para el café

Aunque pueda creerse que una relación está condenada al fracaso cuando la pareja proviene de distintas culturas, muchas veces la diversidad de visiones la enriquece.

Por: Victoria Angarita*

Tener una pareja que habla un idioma diferente al de uno y que proviene de otra cultura, lleva a que mucha gente se pregunte si la relación funcionará y a qué cultura le darán preferencia en caso de tener un hijo.

La gente que viene a visitarnos al café donde con Allan, mi esposo, trabajamos a diario, siempre me pregunta cómo vinimos a parar a Buenos Aires (Argentina), la ciudad donde empezó nuestra historia.

Él es inglés y yo colombiana. Nos conocimos en esta ciudad y por azares de la vida terminamos quedándonos. “Pero ¡qué mezcla!”, me dicen. “Viste, somos como el agua y el café: tan diferentes pero tan complementarios”, le respondo a Allan. Luego, la gente nos pregunta: “Y… ¿sí se entienden?”

Tener una pareja de otro país, de otro continente, requiere de aventura, diccionario, paciencia, buena conversación y de poderes de adivino. Por supuesto, también de amor y, en mi caso, de mucho café.

Recuerdo nuestras largas e interesantes conversaciones. Yo le hablaba en español y él siempre movía la cabeza en señal de aprobación. Un día mi hermana nos escuchó hablar y me dijo: “Vicky, creo que Allan no le está entendiendo, a ese paso ustedes nunca van a pelear”, mientras se reía a carcajadas.

Tiempo después, él reconoció que muchas de las cosas que yo le decía no las entendía, pero que yo parecía tan entretenida contándoselas que no quería interrumpir con un “perdón ¿qué significa eso?”.

Aprender otro idioma

Allan me contaba que, antes de conocerme, le encantaba ir al supermercado más grande de Buenos Aires porque allí no le preguntaban nada. Era fácil: escogía los productos, la cajera los pasaba y él pagaba.

Más adelante el asunto se puso más difícil porque antes de informarle el total de la cuenta, la chica de la caja le decía algo que terminaba en pregunta. Él sabía que tenía que responder “sí” o “no”, entonces elegía “no”, pero si ella le hacía cara de extrañeza, él se retractaba y respondía “ah sí”.

Cuando aprendió algo más de español, descubrió que la cajera siempre le preguntaba si quería donar dinero a una fundación de niños.

También me contaba que subir a un taxi en Buenos Aires es fácil cuando se es extranjero porque los conductores siempre preguntan “¿de dónde es?”. Cuando él decía que de Inglaterra, le hablaban de fútbol, tema del que, en el idioma que sea, puede hablar con facilidad. Después le preguntaban por las mujeres. Al final, Allan le dejaba una propina al conductor, quien con un gesto de “ok” le agradecía.

Antes de conocerme, recibió algunas clases de español y para practicar lo aprendido planeaba su ida a la lavandería. El primer paso era escribir en un papel lo que tenía que preguntar: “¿Dónde está la lavandería más cercana?”

Agarraba su bolsita con la ropa sucia y salía con valor a buscar al primer porteño con el que se cruzara sin pensar cuál podría ser la respuesta. Pero todo salía mal porque le respondían, en tono porteño, algo que él entendía así: “sjissn lakhbsb hsksk sllslsjjoo”.

Allan movía la cabeza en señal de aprobación, mientras decía “ajá”  acompañado de un “gracias” que aprendió rápidamente. Después, emprendía su regreso a casa, más perdido y confundido que antes y con la misma bolsa de ropa sucia.

Con el tiempo, nuestra relación se fue tornando más seria y Allan quiso viajar a Colombia para conocer mi país y a mis papás. Para que fuera entrando en materia, se me ocurrió mostrarle los videos de  “Vive Colombia, viaja por ella” y el de “El único riesgo es que te quieras quedar”.

Se emocionó cuando los vio, sólo que en su cabeza retumbaban ideas como esta: “¿Y  si cuando esté durmiendo, el papá de Vicky  saca su escopeta y me dispara? A pesar de esto hicimos maletas y él “tomó el riesgo” de conocer al suegro.

Allan sabía que mi padre es celoso con sus hijas. Y quizás por esto se lo imaginaba con bigotes gruesos y poblados, armado hasta los dientes y con un sombrero de vaquero, al estilo “hollywoodense”, donde  los latinos solemos ser los malos del paseo.

Cuando llegamos a mi casa, nos hicieron una cena de bienvenida a la que asistieron amigos y parte de la familia. Mi papá, como de costumbre, se sentó en la cabecera. Mientras comíamos, hizo su acostumbrado juego de palabras y lanzó un chiste al aire que rebotó en todos nosotros haciéndonos reír a carcajadas.

Allan reía más fuerte que todos, así que nos quedamos en silencio y mi papá le dijo: “Ah, qué bueno, ¿entendiste?”. La cara de Allan empezó a enrojecerse y con su acento le dijo a mi papá: “No, no entiendo nada, sólo aprendí a reír en el momento apropiado”. Por supuesto, todos nos reímos con él y Allan se ganó un lugar en el corazón de mi familia.

A veces, cuando se está aprendiendo otro idioma y se hace un esfuerzo por hablarlo a diario, uno se cansa y duele la cabeza. Nos pasaba mucho por las noches después de un día de trabajo donde lo único que queríamos era no pensar, así que sin decirnos nada, lo más fácil era encender la televisión y poner Doctor House. En el fondo, ambos decíamos: “tenemos treinta minutos de descanso”.

Humor en español

Poco a poco Allan fue aprendiendo más español. Finalmente vivimos en un país con este idioma oficial y trabajamos en una tienda de café, un lugar en el que a la gente le gusta hablar con sus dueños y donde es importante explicarles a los clientes sobre las bebidas que están consumiendo.

Esto le ayudó mucho a desenvolverse y ahora habla, bromea y me hace reír en español. Pronuncia frases como “con mucho gusto” o los tradicionales “¿qué más?” y “Ayy no” de muchos colombianos.

Sin embargo, debo reconocer que mientras uno habla en un idioma distinto al propio, tiene otra personalidad. Para la muestra, hace un tiempo estuvimos en Colombia y un par de amigos ingleses fueron a visitarnos.

Al principio, hablaban despacio porque yo estaba aprendiendo inglés, me traducían, nos reíamos y me explicaban los chistes, pero el vino que tomábamos se nos fue subiendo a la cabeza y la paciencia por traducir se terminó.

De repente me vi sola, sin entender nada y noté que cuando Allan tenía la palabra inmediatamente había carcajadas. Era fácil darse cuenta que era una persona divertida. Me sentí triste de no poder entenderlo, de no poder conocerlo en esa faceta y con la excusa de que estaba cansada me fui a la cama.

Él, aún sin palabras, siempre me ha entendido, quizás mis caras lo dicen todo o quizás aprendió a leer los gestos a falta de un idioma común. Esa noche me preguntó si todo estaba bien y le dije que sí, que solamente me gustaría conocerlo y entenderlo en inglés.

Yo sigo estudiando este idioma y en casa trato de hablarlo. Mientras tanto, nos seguimos adivinando y tomando café. En estos siete años juntos, hemos sabido comunicarnos y ya por lo menos podemos pelear.

No todo se dice con palabras y aunque seamos de culturas diferentes, el sentimiento de amor es grande y el producto de éste es nuestra pequeña Amélie que nació en Argentina.

No sé si más adelante yo sufra más que Allan por el español de ella, porque no diga “yo” sino “sho” o porque un día le diga “boludo” a su  abuelo o se dirija a mi con un “che, mami”. Y todo esto, mientras en su cabeza retumban dos culturas, una que le repite: “se dice azul” y otra “se dice blue”. El amor es así, tiene ese “qué se sho” y esa diversidad de visiones que nos alegra la vida.

*Periodista.

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