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Lo dramático del activismo trans

Muchos de nosotros, hombres trans, despojados de la familia y amistades, quedamos de un momento a otro solos en una ciudad hostil y con una identidad que puede no coincidir con nuestra apariencia.

Mi nombre es Tak Combative y actualmente soy un paria del activismo trans masculino en Bogotá. A decir verdad, siempre he sido demasiado cuir para caber allí a la perfección.

Salí de las organizaciones en las que encaminaba mis energías políticas humillado y defraudado por algunos que se hacen llamar “defensores de los derechos humanos de las personas LGBTI”.

Sin embargo, sé que el lugar de víctima solo es sostenible por un par de párrafos, importantes, sí, para señalar una situación, pero en definitiva infértiles.

Seguramente recibiría correos de consolación y otros de odio en apoyo a los poderes de la movida trans masculina en Bogotá. O tal vez las altas esferas del activismo trans masculino responderían efusivamente para defender su imagen, como lo haría cualquiera.

Sin embargo, lo que interesa no es esto porque, como explicaré a continuación, mi posición actual no tiene nada de particular sino que se trata de un caso más dentro de una lógica violenta que se inscribe en un sistema perverso.

En una de las últimas conversaciones que tuve cuando ya iba de salida de las organizaciones a las que pertenecía, un amigo me comentaba que hace varios años, él había convocado a alguien para formar una organización trans porque lo veía tan mal y deprimido que le pareció un posible salvavidas para él.

Más allá de la anécdota, sus palabras me hicieron pensar en las razones por las cuales algunas personas trans conformamos o nos unimos a organizaciones sociales.

Aunque no es la historia de todos y en parte no es la mía, sucede que muchos, despojados desde pequeños de familia y amistades que no soportan el tránsito de género, quedamos de un momento a otro solos en una ciudad hostil y con una identidad que puede no coincidir con nuestra apariencia.

Antes de hormonarnos o de modificar nuestro look de diversas formas, tal vez ya sin casa ni trabajo, vamos a la tienda y nos dicen, dubitativos, “qué le ofrezco… ¿joven?” y se quedan con los ojos entornados ante nuestra respuesta en voz de “mujer”: “un peche y un Chocorramo“.

Sin duda, estas presiones materiales precipitan muchos tránsitos y los direccionan hacia un único lugar: la masculinidad hegemónica.

Y lo peor es cuando tratamos de conquistar a una chica o a un hombre gay. Ante la chica del común, que no sabe de asuntos de género, es incómodo explicarle que no tenemos pene, así que posponemos el sexo para no ser rechazados. Unas veces resulta una bella historia Transholliwoodense de amor, pero no es la norma.

Y si nos gusta un hombre cisgénero, tememos confesarle a este hombre con pene que nosotros no tenemos uno. Otra dura jugada. Eso sin contar a quienes solo tienen la curiosidad de tener sexo con un trans, sin realmente tener interés en nuestra persona.

Entonces sí, nos juntamos entre nosotros, trans con trans, porque es lo más cómodo, nos hacemos pareja, amigos y familia y, por supuesto, también organización social, colectivo, parche y demás.

Luego nos robamos las novias, los novios o nos increpamos borrachos por no ser lo suficientemente masculinos (porque todos llevamos un pequeño patriarca en el corazón) y terminamos dándonos trompadas como los machos del pasado.

No quiero decir con esto que no haya, por parte de muchos de nosotros, verdaderos intereses políticos de justicia, o que esos intereses no se vayan forjando y fortaleciendo honestamente en el camino del activismo.

Sin embargo, estas formas gregarias de juntarnos (que son impulsadas por la sociedad machista y transfóbica en la que vivimos) hacen que siempre el activismo trans sea un tanto dramático.

Así, quién me echó de la organización donde yo estaba ya fue echado y seguirá echando a otros y lo echarán: una lógica violenta.

Y ni siquiera hemos hablado de dinero. Porque, en muchos sentidos, los hombres trans todavía estamos destinados al trabajo informal, donde se pueda de alguna manera “ocultar” nuestra condición, o al trabajo con el distrito (lo cual ha sido una buena salida, pero aún estamos lejos de una situación ideal de verdadera autonomía económica).

Entre nosotros hay una gran precariedad. No tenemos dinero y eso genera también un terreno de disputa. Recuerdo organizaciones deshechas por asuntos económicos, por platas de proyectos que se vuelven un motivo de ruptura.

En realidad, a pesar de todos los cambios, todavía es cierto que el distrito nos pone a competir como aves rapaces por los recursos. Y lo más indignante es que vemos a algunas feministas que antes abominaban a los trans masculinos por haberse “vendido” al patriarcado y decidido incorporar al enemigo (el hombre), implementar cuantiosos rubros para investigar sobre nosotros o diseñar políticas públicas.

Así lo viví en carne propia cuando una investigadora nos llamó para formar grupos focales de hombres trans, “que por favor unos sean discapacitados, otros con educación media,” etc., como si fuéramos los “chulos” de un grupo de personas, sin el mayor conocimiento de nuestra situación ni nuestros intereses y, por supuesto, sin ningún compromiso hacia nuestra calidad de vida.

Así que los hombres trans nos peleamos, nos divorciamos, nos violentamos, nos echamos y ya está. Somos relativamente pocos lo que hemos decidido hacernos visibles y tratar de transformar la sociedad (hoy día tengo conocimiento de tres organizaciones trans masculinas en Bogotá), así que no hay para dónde ir.

Quizás si no tuviéramos que acostarnos con la familia que es a la vez socia y coequipera, todo sería más fácil.

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