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Ser empleada doméstica de por días en Colombia.

Una empleada del servicio doméstico en Colombia

Aunque muchas personas no pueden vivir sin ellas, pocas piensan en cómo es la cotidianidad de muchas de las empleadas del servicio doméstico. Esta es la historia de Doris.

Dos horas y diez minutos me tomé en llegar a la casa de Doris. Ella ha ido varias veces a la mía, pero yo nunca había visitado la suya. Un Transmilenio me dejó en el Portal Tunal y después un bus alimentador me llevó 30 cuadras arriba. Me bajé en la séptima parada donde ella me estaba esperando.

Me emocioné al verla en un ambiente distinto al que hemos compartido y en uno donde, evidentemente, se siente más cómoda. Doris es empleada del servicio doméstico por días y ha trabajado en varias casas de familiares y conocidos míos. Desde hace unos 10 años nos vemos ocasionalmente en otras casas o cuando pasa a dejar o a recoger algo a la mía.

Ese sábado que nos encontramos, caminamos tres cuadras por una vía estrecha, aún sin terminar, hasta llegar a la puerta de su casa, ubicada en el barrio La Esmeralda, en Ciudad Bolívar, al suroccidente de Bogotá.

Al entrar, avanzamos por un pasillo angosto y oscuro y a unos pocos pasos, a la izquierda, unas escaleras de cemento al aire libre nos llevaron a una puerta verde. Allí, una vez más a la izquierda, otras escaleras nos condujeron a la sala de su casa.

Me senté en un sofá modular blanco y negro, cuya parte superior estaba protegida por un plástico transparente. “En enero, con la tarjeta Codensa, compramos el juego de sala. El que teníamos estaba muy roto, ya daba pena si alguien venía”, me dijo sonriendo.

Llegué a su casa a las 10 de la mañana. Para lograrlo, pasé de un extremo al otro de la ciudad, trayecto que ella recorre a diario, por la mañana y por la tarde, y en los momentos de mayor congestión vehicular.

Para llegar a tiempo a su trabajo, Doris se levanta a las 4 de la mañana, hora en la que despierta a su hija Paula y les prepara el desayuno a ella, a Luis, con quien lleva 30 años casada y a Fernando, otro de sus hijos, a quien también le alista el almuerzo para llevar a la oficina. Con Luis se turnan para acompañar a Paula, quien tiene 16 años, a tomar el bus público que la lleva al colegio.

La última en salir… Y en llegar

Mientras ellos desayunan, Doris aprovecha para dejar lista la comida de la noche. Ella es la última en salir de la casa. Me dice que no puede hacerlo sin antes lavar la loza y dejar la casa “medio en orden”. Sale a las 7 de la mañana aunque a veces, antes de tomar rumbo a su destino, lleva a su nieta al jardín infantil.

En ocasiones prefiere irse en buseta y no en Transmilenio. Si suma el tiempo que pasa esperando un bus alimentador en el que quepa, más el que invierte haciendo transbordo, se demora lo mismo pero con la ventaja de que con la buseta le sale más barato y la deja en frente de su lugar de trabajo.

Hace dos años uno de sus trabajos, al que va tres días a la semana, es una oficina ubicada en la Calle 94, al norte de Bogotá. Al principio, solamente iba a ese edificio una vez a la semana a arreglar un apartamento, pero un día un residente le preguntó a la señora a cargo del aseo si podía sugerirle una empleada doméstica de confianza.

Ella le habló de Doris. Tras su recomendación, un argentino llamado Pablo la contrató. “Llevaba dos días con él cuando me dijo: ‘además de trabajar conmigo, ¿vos querés ayudarnos en la oficina?’”. “Sí” fue su respuesta y con mayor razón cuando supo que solamente la necesitarían dos horas diarias pero le pagarían el día. Para completar, Pablo le dijo que la oficina quedaba en el mismo edificio.

Doris contó con suerte si se tiene en cuenta que a muchas empleadas del servicio doméstico las contratan por horas. En muchos casos, sus empleadores no lo hacen para garantizarles un salario más justo, permitiéndoles de paso más posibilidades laborales, sino para que en medio día hagan el trabajo que deberían hacer en uno.

El día que va “la muchacha”, suele haber una torre de loza acumulada en el lavaplatos. Adicionalmente deben hacer el trabajo más duro, el que la gente que vive ahí no hace por ese mismo motivo, como lavar baños y cocina a profundidad, planchar o limpiar ventanas.

Sus empleadores desconocen o poco les importa que en las cinco o seis casas a las que ellas van por semana, les piden hacer la misma intensa y agotadora jornada. Es como si el objetivo en cada una fuera “exprimirlas” al máximo o sacarles todo el provecho posible como si se tratara de máquinas.

El primer día de trabajo en la oficina, Doris llegó a las 8 de la mañana. El ascensor estaba a punto de cerrarse cuando un señor de pelo blanco lo detuvo para que ella alcanzara a subirse. Sus dos ocupantes se bajaron en el mismo piso y se dirigieron a la misma oficina. Fue entonces cuando el señor entendió que Doris era la nueva empleada de su oficina. Así que la saludó de beso y le dio la bienvenida.

¿Sabés quién es él?

Pablo, quien ya estaba allí, vio la escena y le preguntó: “Doris, ¿lo reconocés?” “No”, respondió ella. “Nosotros somos el cuerpo técnico de la Selección Colombia de Fútbol y quien te saludó es el profesor Pekerman. ¿Te suena?” “Más o menos”, dijo ella, aunque en realidad su respuesta era menos que más.

Después de empezar a verlo en uno y otro noticiero, el asunto cambió. “Con el profesor Pekerman me siento como con mi hermano. Él tiene muchos valores. No hemos tenido largas conversaciones, pero es una persona súper espectacular. Es más sencillo de lo que se ve en televisión. Me pregunta cómo estoy, cómo está mi familia y me dice que Dios me bendiga”.

El único “pero” que le encuentra a él y a sus compañeros de oficina es que a veces no les entiende lo que dicen porque “le tienen otro nombre a las cosas”. A Doris le gusta que todos son ordenados. “Ellos se toman un tinto y lavan su pocillo, entonces yo solamente limpio el polvo, los baños y les tengo listo los televisores porque todo el tiempo están viendo fútbol”.

Después de las dos horas de trabajo en esa oficina, Doris sale de ahí a otro apartamento de la zona. Aunque termina de trabajar a las 4:30 de la tarde, regresa a su casa a las 8:30 de la noche. “Entrar a un Transmilenio a esa hora es muy difícil. Tengo que dejar pasar muchos buses para poder subirme a uno”.

María Doris Alba, su nombre completo, tuvo seis hijos. Uno de ellos murió en 1999, a los siete años: tenía parálisis cerebral. El otro, Cristian, fue asesinado en 2009, a los 16 años, para robarle su celular.

derechos de las empleadas del servicio

“Cuando Cristian falleció, yo no quería saber nada. Me la pasaba durmiendo, no quería despertarme”. Durante muchos días Doris se sintió incapaz de trabajar.

Para las empleadas del servicio doméstico de por días no hay calamidad doméstica que les permita pasar un tiempo sin laborar, reconocido económicamente. En su caso, día que no trabajó, día que no recibió sueldo.

Para completar, en ese entonces su esposo y sus dos hijos mayores se quedaron sin trabajo. Llegó el momento en que en la tienda no les fiaron más. Un día su hija Paula y uno de sus tres nietos, le dijeron que tenían hambre. En ese momento, Doris se levantó y decidió que volvería a trabajar.

Aunque han pasado cinco años desde la muerte de su hijo, el dolor, asegura, es el mismo. Así que para evitar volver a caer, intenta hacer algo que en ella parece imposible: vivir más ocupada.

Una agenda sin fin

Eso sí, los fines de semana, se afana en aclarar, duerme más. Esto significa que se levanta a las 6 de la mañana. Si puede, trabaja los sábados, pero si no le resulta nada, se dedica a lavar y a planchar ropa y a limpiar su casa.

Los domingos lee en misa y está pendiente de una eucaristía que se organiza para los adultos mayores, a las 12 del día, en el salón comunal.

Una de sus ocupaciones preferidas es su nieta, la misma que lleva por las mañanas al jardín. Cuando Cristian murió, tenía una novia de 15 años que estaba embarazada. Ver a la niña, dice Doris, es ver a su hijo.

“Nosotros respondemos por ella. Uno de mis hijos le paga el colegio, le damos los materiales que necesita y una mensualidad. La niña no tiene el apellido de Cristian porque la prueba de ADN, un requisito para este trámite, es muy costosa”.

Meses después de la muerte de su hijo, a Doris le dijeron: “tras una exhaustiva investigación, no fue posible esclarecer los hechos”. Curiosamente, medio barrio sabía quiénes eran los responsables y dónde vivían.

derechos de las empleadas del servicio
Por presión del hermano de Doris, la mamá de ellos vendió muy barata la tierra que tenían en Tota (Boyacá) al frente de la laguna. Hoy allí funciona un centro turístico.

Doris tiene certeza de que a dos de los asaltantes los mataron un año después y que el otro quedó en estado vegetativo cuando iba a dispararle a un policía y él recibió primero un tiro en la columna. También le han contado que uno de ellos decía no acordarse de haber asesinado a Cristian porque antes de robarlo “había tomado muchas pepas”.

A Doris le dijeron que una vez que uno de los ladrones la vio de lejos,  preguntó sonriendo, mientras la señalaba: “¿ella es la mamá del muchacho aquel?”. Como suele suceder en estos casos, la muerte de Cristian pasó desapercibida en medios de comunicación. No hubo ofertas de recompensas, ni presión de “Julito” para que el hecho no quedara en la impunidad.

En todo caso, hace mucho tiempo que Doris perdonó a los asesinos de su hijo. Ella es la presidenta de la junta de acción comunal de su barrio y en ese cargo ha aprendido que la solución va más allá de meter a unos culpables a la cárcel.

“El problema de la inseguridad en el barrio ha sido de siempre, pero desde que nosotras estamos en la junta (14 mujeres) ha disminuido. Los que estaban antes todo el tiempo atacaban a los muchachos, lo que hacía que ellos se comportaran peor. Nosotras intentamos hablarles y escucharlos, en vez de andar recriminándolos a toda hora”.

Su vida en Tota

Doris nació en Tota (Boyacá) hace 50 años. Allí vivió con su mamá, Trinidad Rodríguez, hasta los 13 años. Cultivaban cebolla, papa y trigo. “Mi hermano por parte de mamá se casó muy joven, entonces no veía mucho por ella”.

En Tota, dice, sufrió mucho. “Yo al campo le tengo pánico. Me tocaba salir en la oscuridad a cargar agua y leña y, cuando estábamos sembrando, tenía que llevar sola los bueyes”.

Antes de irse de allí, trabajó en un pueblo cercano, Aquitania. “Como era tan niña, no sabía hacer las cosas bien y todo el día me regañaban”. Después, en Sogamoso (Boyacá), ayudó en la casa de Julia, una profesora de colegio.

Lo que más le agradece a ella es que le enseñó a celebrar fechas especiales como el día de la madre, el cumpleaños y la navidad. “La única celebración que yo conocía era la Semana Santa. Era mi alegría porque podía ir al pueblo a misa estrenando vestido y sombrero”.

Con la plata que les quedó, su hermano compró un carro que no le ha servido de a mucho y Doris el lote donde vive con su familia desde hace 28 años. Como en ese entonces solamente le alcanzó para el terreno, armaron una casa con latas.

Hace alrededor de 15 años, un día de diciembre, su hija mayor salió a comprar el pan. Unas señoras que estaban regalando mercados, le pidieron que las llevara a su casa para entregarle uno. Cuando llegaron, le preguntaron a Doris a qué se dedicaba y ella les respondió: “a lo que puedo”, lo que incluía vender dulces a la salida de los colegios.

Una de las señoras le ofreció trabajo en la casa de su hija. Desde ese momento, empezaron a recomendarla unos con otros. “Lo mejor fue que por fin empecé a dar  con personas que lo aprecian a uno”. Lo dice, porque como a muchas otras empleadas del servicio doméstico, Doris también ha pasado por casas donde sus empleadores consideran que ellas no puede descansar ni un minuto porque “pierden tiempo”.

Por supuesto, muchas veces ni la saludan y la regla general es que ellas comen en la cocina. ¡Cómo se les va ocurrir sentarse en el comedor de la casa! Unos días después de la visita de las señoras a su casa, una de ellas regresó y le regaló 1.500.000 pesos que Doris invirtió en la construcción de parte de su casa. “Pasamos de una de lata a una de ladrillo”.

Doris estudió hasta quinto de primaria y este último año lo cursó por las noches para poder trabajar. Ella recuerda que un día, un profesor le preguntó el nombre de su papá. “Yo le respondí que solamente tenía mamá. Él me dijo: ‘¿cómo así que no tiene papá? ¡Todos tenemos! Mañana me trae el nombre del suyo’”.

Doris le contó lo sucedido a su mamá, quien le recordó que era mejor no nombrar a ese señor. “Ella ya me había dicho que era un hombre casado y que le podía decir papá si no había más gente, de lo contrario me tenía que referir a él como don Israel”.

Al día siguiente, Doris le preguntó a Julia, la señora con la que trabajaba, qué hacer con el profesor. Ella le dijo que se iban ya para Tota a hablar con su papá. “O usted asume su responsabilidad con Doris o lo demandamos”, fueron sus palabras al confrontar a don Israel.

Por supuesto, él no tuvo más alternativa que comprometerse a darle su apellido. Y aunque Doris ya no estaría más “huérfana” de padre, curiosamente ese fue el apellido que pasó a tener: Huérfano.

A los 13 años Doris se fue de Tota a Bogotá “buscando un mejor futuro”. Llevaba poco tiempo en esta ciudad cuando conoció al que sería el papá de Luz Dary, su hija mayor quien hoy tiene 30 años. “Me daba miedo que mi mamá se enterara que estaba embarazada, pero una persona se lo dijo y ella decidió venir a buscarme. Me acuerdo que no me pegó, pero sí me regañó”.

Doris le dijo que ya tenía trabajo, que se viniera a vivir con ella, porque no quería que siguiera sola en el campo y tampoco estaba dispuesta a devolverse. “Así que conseguimos una pieza y mi mamá me cuidaba la niña mientras yo trabajaba”.

De acá para allá

Su vida laboral en Bogotá empezó en un restaurante en el centro de la ciudad y de ahí pasó a un almacén Tía de Chapinero, hasta que una compañera de trabajo le dijo que había una fábrica de cordones donde podía ganar tres veces más porque pagaban recargos nocturnos.

Entró a trabajar allá y, asegura, “fue una oportunidad para progresar”: compraron una cama, estufa y una mesa. El problema era que, por problemas de transporte, Doris llegaba tarde a su casa y su mamá vivía muy nerviosa.

Así que renunció y se pasó a trabajar por días en casas y cafeterías. Fue cuando conoció a Luis Martínez, su esposo. “Al principio fue difícil porque él tomaba mucho, pero con la muerte de nuestros dos hijos le ha bajado”.

Por presión del hermano de Doris, la mamá de ellos decidió vender el terreno que tenían en Tota, justo al frente de la laguna. “Por el afán, lo entregamos muy barato. Donde teníamos la finca, hoy funciona un gran centro turístico”.

Aún falta mucho

El piso de cerámica es fruto de su trabajo y de lo que heredó de su mamá quien murió en 1989. “El resto, lo hemos hecho a punta de préstamos”. Con un sueldo de 750.000 pesos mensuales en promedio, restándole lo que invierte en transporte y en los gastos fijos de su casa, logró pagarle carrera a su tercer hijo, quien está próximo a graduarse de Ingeniería de Sistemas. Para Fernando y Luz Dary, los mayores, la plata no alcanzó.

Con los ingresos de Luis, su esposo, no pueden contar. Aunque él cumple un horario de trabajo en una fábrica de plásticos, recibe pago si llegan camiones a los que pueda ayudar a cargar. De lo contrario, se devuelve sin un peso. Ninguno de los dos tiene contrato laboral, no están afilados a EPS, ARL y no cuentan con las prestaciones sociales, cesantías, pensiones ni vacaciones que por ley tienen derecho. Solamente tienen Sisbén.

Doris, sin embargo, no se queja ni se preocupa. Por el contrario, agradece lo que tiene. “Yo veo en mis hijos el cambio que he tenido en mi vida. A los mayores les tocaba recoger agua a las dos de la mañana. En cambio, si le pregunto a Paula si quiere un helado, ella me dice que sí pero de Mc Donald’s”.

Su meta es trabajar el tiempo que más pueda para pagarle la universidad a Paula y poder seguir ayudando a su nieta. También tiene entre sus planes lograr que en su barrio se construya un parque, les arreglen las calles y haya un espacio para la tercera edad.

“Acá hay muchas necesidades. Yo colaboro en lo que puedo. Si alguien necesita mercado, no tengo para darlo, pero lo consigo. Y cuando en las casas en las que trabajo me regalan juguetes o ropa, la comparto con quienes pueden necesitarla”.

Cuando me alisto para regresar a mi casa, Doris me dice con un gesto cómplice que al profesor Pekerman no le gustan los periodistas pero que intentará conseguirme una entrevista con él. “Gracias Doris, no es necesario”. Y me voy.

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