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¿Madre solo hay una?

Al decir “madre no hay sino una”, lo que en realidad expresamos es que las mujeres, a diferencia de los hombres, vienen genéticamente dotadas con una capacidad única de sacrificio y entrega a los demás. ¿Por qué se cree esto?

Este domingo millones de hijos en todo el mundo se gastarán la mesada en flores y prepararan torpemente un desayuno con el que no volverán a colaborar en resto el año.

También millones de maridos comprarán joyas varias según su presupuesto y llevarán una roja rosa con el café a la cama, y quizás alguno incluso se anime a hacer un asado y tenga la delicadeza de comprar platos y vasos desechables para que la homenajeada no tenga que lavar después.

Todo eso está muy bien. Quienes hemos tenido la fortuna de contar con el apoyo, el amor, la “berraquera” y la incondicionalidad de una madre sabemos lo valioso de su ejemplo, el profundo sentimiento de bienestar y felicidad que produce, la manera casi mágica que tienen de convencernos de que todo va a estar bien.

Sin embargo, creo que en este día conviene hacer algunas reflexiones sobre el papel y el valor de la madre en nuestra sociedad. ¿Cuáles son las consecuencias de decir y repetir ciertas cosas durante generaciones?, ¿qué estamos diciendo cuando decimos lo que decimos?, ¿cuáles son los resultados sociales de los valores que exaltamos?, ¿qué tipo de sociedades producen nuestras bienintencionadas palabras?

“Madre no hay si no una”, se dice una y otra vez. Para muchos, la frase resume la inmensa importancia de la mujer, su valor social, y tiene una contundencia biológica que es difícil debatir.

Genética de madres

Porque en temas de mujeres “lo biológico” importa, y mucho. La razón por la que se rodea a la maternidad de un aura sagrada pasa por el cuerpo de las mujeres, y apela a características supuestamente inherentes a lo femenino en general y a lo materno en particular.

La anchura de nuestras caderas demuestra nuestra capacidad de alzar bebés, y ni qué decir de los senos, esas pruebas irrefutables de que Dios nos creó para satisfacer el apetito de grandes y chicos.

Por honrar a la mujer y la maternidad decimos entonces que las madres, “son capaces de todo por sus hijos”, que ellas “se sacrifican más que nadie”, que “el amor de una madre no tiene comparación”.

Así, más allá de la obvia realidad física, al decir que “madre no hay sino una”, lo que decimos cuando repetimos la frasecita es que las mujeres —a diferencia de los hombres— vienen genéticamente dotadas con una capacidad única de sacrificio y entrega a los demás. 

En ese sentido, este tipo de frases lo que hacen es volver “naturales” expectativas culturales que ponen a la mujer en una posición de sumisión y dependencia,  y que la animan a diluir su propia identidad en nombre de la de sus hijos y —dentro de nuestro marco heterosexual— de su esposo.

Una vez más estamos ante una situación de gran disparidad, le pedimos mucho a las mujeres y muy poco a los hombres. ¿Por qué nadie dice que “padre no hay sino uno”?, genéticamente hablando esto también es verdad.

Lo que pasa es que a la figura todopoderosa del padre la asociamos con valores activos: el padre es ambicioso, tiene el derecho de poner su interés, sus pasiones (intelectuales, profesionales y sexuales) por sobre —y con frecuencia en detrimento de— los demás. Pero esto parece no importarnos demasiado ni menoscabar la figura del padre; a este se le perdona (casi) todo.

A las mujeres, en cambio, y sobre todo a las madres, les perdonamos muy poco: desde las infidelidades que tanto se excusan en los hombres (con frecuencia también con argumentos biológicos del “inevitable” comportamiento masculino) hasta la osadía de estar en la oficina y no en la casa cuando los niños salen del colegio.

Nuestra sociedad, que tanto y tan públicamente exalta a la mujer y a la madre en particular, la castiga de diversas formas. Por un lado, animamos a nuestras mujeres a relegar sus intereses y aspiraciones al último lugar de una larga fila que incluye esposos, hijos, padres y hermanos, y le repetimos una y otra vez que la maternidad y la vida del hogar son los proyectos más importantes de su mujeril existencia.

Por el otro lado, sin embargo, la sometemos a uno de los índices más altos de violencia intrafamiliar, la presionamos tanto para tener hijos que niñas de catorce años insisten en quedar embarazadas de sus “novios” de 30, o mujeres adultas roban bebés en una medida desesperada de alcanzar su plenitud identitaria. Finalmente, como si todo esto fuera poco, también la castigamos económica y laboralmente.

Mujeres en el mundo laboral

Mientras que tener hijos afecta de manera positiva a los hombres en cuanto a ingresos y opciones laborales, para las mujeres sucede exactamente lo contrario.

[Pido disculpas porque los estudios que mencionaré usan modelos heterosexuales de familia. Incluso cuando se habla de madres “solteras” se asume que el compañero sentimental ausente y que no aporta económicamente a la relación es un hombre. Hasta ahora no he encontrado estudios que analicen el tema de la maternidad y el trabajo en contextos de diversidad sexual.]

El informe “Cerrando la brecha de género: actúa ahora” (2012) realizado para los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) para trabajadores de tiempo completo, revela que el promedio de la disparidad entre hombres y mujeres es del 16 por ciento a favor de los hombres.

Sin embargo, la diferencia entre los hombres y las mujeres sin hijos en posiciones comparables es solo de un 7 por ciento, mientras que si se compara a hombres y mujeres con hijos la brecha aumenta a un 22 por ciento.

De hecho, entre los empleados menores de 35 años la brecha salarial entre mujeres con hijos y sin hijos es más grande que entre hombres y mujeres.

Más aún, el célebre estudio de 2007 “Getting a job: is there a motherhood penalty?” (“Conseguir un trabajo, ¿existe un castigo a la maternidad?”) por los investigadores Correll, Bernard y Paik, expone los resultados de un interesante experimento.

Los investigadores repartieron hojas de vida iguales (las mismas credenciales, género, raza, edad, posición socioeconómica, etc.) entre distintas personas. La única diferencia era que algunos de los candidatos eran padres o madres, y otros no.

Los resultados —aunque predecibles— fueron contundentes: las madres recibieron un 50 por ciento  menos de entrevistas (¡!), fueron percibidas como “menos competentes y comprometidas” y el salario inicial que se les ofrecía era 7.4 por ciento más bajo que el de las mujeres sin hijos. En contraposición, los hombres cuyas hojas de vida mencionan hijos recibían más propuestas laborales y salarios iniciales más altos.

Madre ideal no es trabajadora ideal

Los estudios explican que esto se debe en gran parte a actitudes arraigadas —y en la mayoría de casos inconcientes— sobre el papel de las mujeres y sus capacidades. Culturalmente hablando, dicen los investigadores, hay un tensión entre “la madre ideal” y el “trabajador ideal”.

Socialmente creemos que la prioridad de una madre son y deben ser sus hijos y en consecuencia será una trabajadora menos comprometida, eficiente y disponible. Por el contrario, no solo no hay conflicto entre “el padre ideal” y el “trabajador ideal” sino que estas ideas están profundamente vinculadas y se refuerzan mutuamente.

En otras palabras, pese a todos los cambios y avances sociales, seguimos pensando que ser buen padre implica prioritariamente proveer económicamente para la familia y ser buena madre significa ante todo cuidar de ella y ocuparse de los quehaceres del día a día. Por eso el sistema laboral remunera mejor a los padres y desincentiva a las mujeres en la fuerza laboral, insinuando que su “mayor valor” está en el hogar.

Lo anterior reproduce las desigualdades entre los géneros pues hace a las mujeres, incluso a aquellas que trabajan tiempo completo, implícitamente dependientes de los hombres pues no solo les enseña que su trabajo vale menos que el de ellos, sino insiste en que la crianza y los quehaceres domésticos son principalmente su responsabilidad.

Lo peor es que estamos tan acostumbrados a esto que con frecuencia no nos damos cuenta. ¿Cuántos de nosotros realmente espera que sean los padres quienes lleguen a la casa temprano para ayudar a los niños con las tareas?

O ¿cuántos colegios llaman a los papás—hombres—a que recojan a la niña porque se escalabró o tiene cólico?, ¿en cuántas de nuestras actitudes diarias asumimos que son las mujeres quienes mejor conocen los gustos y disgustos del hijo, y quienes más están al tanto de su vida escolar y social?

¿Será que debemos pensar seriamente que las mujeres estamos genéticamente mejor diseñadas  para salir temprano de la oficina, comprar los regalos de cumpleaños para las infinitas piñatas del año escolar, correr a la sala de urgencias a las 10 de la mañana para enyesar una pierna adolorida o preparar la comida familiar?

No creo que haya nada en el acto de dar a luz o tener un útero que garantice la idoneidad para ejercer estas labores, así como no creo que haya nada en el hecho de no venir equipado con trompas de Falopio que lo impida.

Así, esas cualidades que tanto se exaltan en días como este tienen un oscuro reverso, pues son las mismas que se utilizan para naturalizar la discriminación, marginalización y dependencia de millones de mujeres. Irónicamente, los valores asociados a lo más “propiamente femenino” y más aún a “lo maternal” son también lo que menos respetamos y valoramos (económica y simbólicamente).

“Ser una madre”

Expresiones como “ser una madre” nos lo recuerdan. Decirle a alguien que “es una madre”, al menos en Colombia, significa decirle que es débil y no tiene carácter, que es una persona a la que los demás “se la pueden montar”, alguien que se deja manipular y maltratar por los otros.

La expresión es entonces reveladora. A pesar de tanta flor y tanta tarjeta eso es lo que pensamos de nuestras mujeres y madres: que son las que lo aguantan todo porque ese es su destino biológico y su deber.

Porque el mito del vínculo biológico es fuerte. Por el hecho de ser mujeres —se nos dice una y otra vez—, por el hecho de ser quienes damos a luz —nos dice el cura, el maestro, la abuela, la madre— una persona automáticamente es mejor para algunas tareas,  “sabe” o “entiende” ciertas cosas que los demás no, y está inclinada a preferir ciertas cosas.

¿Y las mujeres que no dan a luz y adoptan a sus hijos?, ¿o los hombres que sacan a sus hijos adelante sin ninguna mujer que los ayude?, ¿y las parejas —hombres y mujeres— de quienes sí dieron a luz?, ¿acaso ellos no tienen las mismas capacidades?, ¿ellos no tienen la misa profunda conexión con sus hijos e hijas?

El amor, la incondicionalidad y la entrega para criar, educar y disfrutar de los hijos no depende de ningún órgano físico ni del género o identidad sexual de nadie.

El profundo vínculo que muchos sentimos cuando decimos la palabra “mamá” proviene del tiempo compartido, de la paciencia inagotable y también de la frustración y los disgustos. Proviene, en fin, de la complicidad de una vida juntos y de la certeza del amor que nos dio ese adulto especial en nuestra vida, nos haya parido o no.

Los invito entonces a que no solo celebremos a la o las madres en nuestras vidas. Los invito a que hagamos un compromiso con las madres de ahora y las del futuro.

Los invito a que pensemos cómo cada uno de nosotros puede ayudar a construir una sociedad  en la que ser madre no signifique sacrificar las aspiraciones personales, no signifique ganar menos por el mismo trabajo, ni ser percibido como menos eficiente y capaz; una sociedad en la que “ser una madre” no quiera decir que uno puede —y debe— aguantar el maltrato y en donde el nombre de los hijos se invoque para sostener relaciones que conllevan abuso e infelicidad.

Una sociedad, en fin, en la que todos participemos más equitativamente en la crianza de nuestros hijos, y en la que se respete, valore y reconozca legalmente a todas las mamás y familias por igual.

Enlaces relacionados:

Día de madres y padres

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