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Una cosa es coqueteo y otra acoso

#MeToo no es un movimiento que pretenda acabar con la sexualidad, pero sí exige que la sexualidad debe ser consentida y placentera, nunca desigual.

El martes 16 de enero conversé con María Mercedes Acosta, editora de Sentiido, en la primera #CharlaConSentiido del año, sobre el manifiesto de las actrices e intelectuales francesas en el que cuestionan al movimiento #MeToo. Lo acusan de “puritanismo sexual”, de victimizar a las mujeres y de promover el odio contra los hombres.

Aunque más sofisticados, los argumentos no difieren mucho de los expresados por Antonio Caballero en sus columnas Acoso I y Acoso II en Revista Semana y sobre los cuales ya me referí. (Ver: Machismo y feminismo no pueden coexistir).

Acá la conversación completa:

Ahora quisiera ahondar en algunos de los temas tratados:

1. ¿El fin del sexo y el amor?

Tanto Antonio Caballero como las francesas y otros críticos han prendido las alarmas asegurando que si les hacemos caso a las denuncias de las mujeres de #MeToo nos extinguiremos, pues se acabará el coqueteo, el romance, la sexualidad y, por consiguiente, la especie humana.

Quienes así razonan pierden de vista el punto principal de la cuestión y se sustentan en nociones anquilosadas, desiguales y jerárquicas sobre la sexualidad. Seducir no es someter ni imponer.

Por eso, quienes temen que el fin de la violencia sexual lleve al fin de la sexualidad y el romance es porque creen que la sexualidad y el amor son desiguales y violentos.

Esto no es así. #MeToo, lejos de ser un movimiento que pretenda acabar con la sexualidad, exige reconocer que la sexualidad debe ser consentida y placentera para las dos (o más) personas que participan de ella.

#MeToo y el feminismo en general están lejos de ser movimientos “anti-sexo” o “anti-hombres”. Muy por el contrario, el feminismo celebra el placer sexual y nos invita a liberarlo de las restricciones que la heterosexualidad machista impone. (Ver: La obligación de ser heterosexual).

En el sexismo, el único placer que importa es el del hombre (siempre y cuando provenga de una relación con una mujer). Y si les hacemos caso a las religiones, ni siquiera importa demasiado pues el fin de la sexualidad debe ser exclusivamente reproductivo. (Ver: ¿Qué dice la Biblia realmente sobre la homosexualidad?).

Por el contrario, el feminismo invita a que las mujeres conozcamos nuestros cuerpos y nos adueñemos de él y a que nos atrevamos a redefinir el placer en nuestros propios términos, en vez de sentirnos en la constante obligación de ceñirnos a “libretos eróticos” en los que somos objetos y no sujetos sexuales. (Ver: Un mundo más allá del “¡enloquécelo en la cama en 5 pasos!”).

Desde sus inicios, el feminismo ha formado parte de los movimientos de liberación sexual que han defendido el placer sexual sobre el mandato reproductivo y que han ayudado a des estigmatizar (e incluso despenalizar) las relaciones no heterosexuales.

Todo esto en el marco de un respeto mutuo y consentimiento activo. Por eso, no se trata de temerle al coqueteo ni a la seducción. Simplemente tenemos que estar en sintonía con lo que nos está diciendo la otra persona y respetar su voluntad y autonomía.

Esto quiere decir que para el feminismo las relaciones románticas, eróticas y sexuales deben ser evaluadas en el marco de lo que la antropóloga Gayle Rubin llama una “moralidad sexual democrática” y tener en cuenta los siguientes criterios: “la forma en la que se trata a quienes participan en la relación amorosa, el nivel de consideración mutua, la presencia o ausencia de coerción y la cantidad y calidad de placeres que aporta”.

Esto es muy diferente a una noción de la sexualidad que prioriza las necesidades y los deseos de los hombres heterosexuales al punto de permitirles imponerlos sobre las demás personas sin su consentimiento, incluso con violencia, sean estas niñas, estudiantes, subordinadas, parejas o exparejas.

Por eso, ni el #MeToo ni el feminismo son, en general, movimientos “anti-sexo”. Por el contrario, al abogar por la igualdad también promueven una sexualidad más placentera para todas las personas: a mayor igualdad, más placer.

2. No es un movimiento anti-hombres:

El feminismo cree que los hombres, como todas las demás personas, son seres racionales y éticos, capaces de controlar su deseo y sus emociones. Por eso, las feministas no aceptamos argumentos que apelan a la naturaleza para justificar la violencia física y sexual en contra de nadie.

Decir que los hombres no pueden controlar sus impulsos sexuales, su frustración o su ira es deshumanizarlos, rebajarlos a un estado primario de bestialidad. Esto, por supuesto, es falso.

Si un hombre se masturba frente a una de sus empleadas o, como dice Caballero, “le coge una teta”, no es porque no pueda contenerse o porque sea un “mal educado”, es porque sabe que su posición se lo permite y que no habrá repercusiones sociales ni laborales por hacerlo. (Ver: La mano entre las piernas).

#MeToo ha servido para visibilizar qué tan generalizados son esos comportamientos y qué pocas consecuencias han enfrentado los agresores durante décadas.

Sin embargo, no se trata de expulsar a los hombres de los espacios laborales (como los hombres sí lo han hecho con las mujeres en muchos espacios).

Se trata de tomar conciencia de cómo la sexualidad es usada para presionar, someter o deshumanizar a las personas y del impacto que esto tiene a nivel personal como profesional.

Histórica y mayoritariamente este tipo de comportamientos han sido perpetrados por hombres en perjuicio de las mujeres. Sin embargo, #MeToo y el feminismo en general, los denuncian provengan de donde provengan.

Así, #MeToo no es un movimiento “anti-hombres” ni “anti-sexo”. Es un movimiento en contra del acoso y el abuso sexual y de toma de conciencia de las consecuencias emocionales, psicológicas, sexuales y profesionales que estos comportamientos producen.

Esto nos lleva a analizar otro malentendido sobre #MeToo.

No es una guerra de los sexos. Se trata de visibilizar y de denunciar ciertos comportamientos.

#MeToo Una cosa es coqueteo y otra acoso
Denunciar los casos de acoso y abuso sexual no es “victimizarse”. Todo lo contrario. Denunciar implica arriesgarse a enfrentar serias represalias sociales, económicas e incluso físicas y sexuales. Foto: jessiedoodles.com (tomada de Facebook).

3. No es sobre sexo, es sobre igualdad y discriminación laboral:

Este es quizás la principal confusión sobre el movimiento. #MeToo no es (solo y ni siquiera principalmente) un asunto de sexo, ni mucho menos de romance.

Es, sobre todo, de discriminación laboral y de poder (tanto económico como social). Es sobre un uso particular de la sexualidad cuyo resultado es mantener a las mujeres fuera de ciertos espacios (laborales o públicos) o relegadas a posiciones de subordinación.

El movimiento #MeToo, como lo conocemos, se popularizó como una forma de denunciar el acoso y el abuso sexual experimentado por miles de mujeres en el contexto laboral.

No obstante, ni la frase ni el movimiento son una invención de las actrices de Hollywood. Tarana Burke, una mujer afroamericana que llevaba años trabajando con víctimas de abuso sexual en comunidades vulnerables en los Estados Unidos fue quien acuñó la frase hace diez años como una forma de ayudar a las víctimas de abuso sexual a contar sus historias y a encontrar así una comunidad de apoyo.

En los talleres de “empoderamiento a través de la empatía” como Burke los llamaba, las mujeres, lejos de victimizarse, recuperaban su agencia al romper con el mandato de silencio que sus abusadores les habían impuesto y encontraban fortaleza y afecto en el proceso.

Sin embargo, la campaña se popularizó en 2017 cuando la actriz Alyssa Milano retuiteó el trino de una amiga suya motivando a todas las víctimas de acoso y abuso sexual a contar sus historias utilizando el hashtag #MeToo.

Uno de los principales motores detrás de #MeToo (y del feminismo en general) es la igualdad en todos los campos, incluido el laboral.

En ese contexto, las acusaciones que surgieron con nombre propio y que han causado mayor revuelo (como la de Harvey Weinstein, el comediante Louis C.K. y Charlie Rose entre otros) son todos casos de acoso sexual laboral.

Además, hay que recordar que #MeToo fue un catalizador, pero que casos históricos como los despidos del cofundador y CEO de Fox Roger Ailes en 2016 tras ser acusado de acoso sexual por diez mujeres, y de Bill O’Reilly, uno de los más populares presentadores del canal, por la misma causa, ya habían abonado el terreno y señalaban cambios importantes en las actitudes sociales y las interpretaciones legales sobre el tema.

En ese sentido conviene recordar que, por definición, la expresión “acoso sexual” tiene que ver con las desventajas y el impacto de ciertos comportamientos de naturaleza sexual en espacios laborales y públicos.

El término es uno de los aportes más grandes del feminismo y es relativamente nuevo. Surgió en los años 70 y fue tomando forma gracias al trabajo de Lin Farley, una periodista y profesora de la universidad de Cornell.

Farley dictaba un curso que se llamaba “Mujer y trabajo”. Tras conducir investigaciones con sus estudiantes, Farley descubrió que la gran mayoría de mujeres experimentaban comportamientos indeseados de naturaleza sexual de gravedad e intensidad variada pero que en todos los casos impactaba negativamente su carrera y vida profesional, así como su bienestar psicológico y emocional.

Farely y sus estudiantes acuñaron el término “acoso sexual” para describir y denunciar estos comportamientos y, más importante aún, para lograr que se reconociera como una forma de discriminación laboral.

Esto no fue fácil, pero a través de dos casos históricos (Williams vs. Saxbe en 1976 y Barnes vs. Costle en 1977) finalmente se logró.

Así, el término “acoso sexual” proviene de las luchas por el acceso al trabajo y denuncia los comportamientos de naturaleza sexual que impactan de manera negativa la vida profesional de las mujeres.

No obstante, como en muchas otras situaciones, el cambio legal no implica la transformación social. La gran mayoría de casos denunciados recientemente ocurrieron mucho después de que el caso sexual estuviera tipificado como discriminación laboral, lo cual muestra qué tan arraigada está la subordinación de las mujeres en nuestra cultura.

Esto es más grave aún cuando por razones de opresión interseccional (raza, clase social, estatus migratorio, identidad de género, orientación sexual, etc.) las mujeres no pueden decir “no” a la presión sexual que enfrentan pues saben que esta es una condición para mantener un trabajo del que, con mucha frecuencia, dependen sus hijos y otros familiares. (Ver: Decir “no”: un privilegio de los hombres).

Así, denunciar es lo contrario de “victimizarse”. Denunciar implica arriesgarse a enfrentar serias represalias sociales, económicas e incluso físicas y sexuales para defendernos e impedir que la situación se repita con otras personas.

El sexismo nos pone en situaciones de vulnerabilidad en las que con mucha frecuencia las mujeres dependemos (económica, académica, profesional e incluso emocionalmente) de nuestros abusadores.

Decir “no” implica ser agredida, no obtener el trabajo, ser despedida, trasladada o tildada de “histérica” y “exagerada”, lo que impacta en nuestro desempeño profesional y en nuestra carrera.

En la mayoría de los casos las mujeres y los hombres no estamos en igualdad de condiciones.

En gran parte esta vulnerabilidad tiene que ver con que en el espacio profesional, público y privado a las mujeres se nos sigue valorando y juzgando por dos motivos principales relacionados con nuestro cuerpo (y no con nuestro intelecto): la capacidad reproductiva y la belleza. (Ver: Tan linda ella y tan inteligente él).

Estos dos aspectos confluyen en el espacio laboral para crear una gran desventaja para las mujeres. Por una parte, las construcciones culturales sobre las mujeres hacen que seamos percibidas como una carga mayor para los empleadores y que nos evalúen como menos capaces y confiables. (Ver: Feminismo: lo que se dice vs. Lo que es).

Por otra parte, el valor desproporcionado que se le da a la apariencia física de las mujeres hace que también en ámbitos profesionales se nos valore por nuestro aspecto, incluso cuando esto no tiene nada que ver con nuestro trabajo ni se les exige lo mismo a los hombres en idéntica posición.

El feminismo lucha por remediar esa situación y busca que hombres y mujeres puedan acceder y permanecer en la fuerza laboral en igualdad de condiciones. También, que su trayectoria dependa exclusivamente de sus habilidades y desempeño, no de su cuerpo ni de su sumisión a los deseos sexuales de sus jefes o colegas.

Esto significa que no queremos invertir jerarquías ni desatar linchamientos ni persecuciones. Como todos los feminismos, el movimiento #MeToo es pacifista y no promueve que se despoje a nadie de sus derechos y mucho menos de su vida, cosas que el sexismo sí ha hecho y continúa haciendo a diario.

Por eso, no deja de resultar irónico que se nos acuse de estar llevando a cabo una “cacería de brujas”. Recordemos que el término viene de la persecución sistemática y masiva por parte de la iglesia (incluida, pero no exclusivamente, la católica) de miles de mujeres que ejercían la ciencia y la medicina.

Esas mujeres pagaron con su vida la osadía de querer acceder a un conocimiento y ejercer una profesión que estaban reservados para los hombres. Nada semejante está sucediendo hoy.

Lo que pasa es que el sexismo, como cualquier otro sistema jerárquico y desigual, (pensemos en el racismo o la heteronormatividad) se protege a sí mismo atacando a quienes cuestionan la legitimidad de los privilegios sobre los cuales está fundado.

Esto quiere decir que la reputación de los acusadores importa más que el bienestar de las víctimas y que es más importante proteger a la compañía o a la iglesia en la cual opera el abusador que a quienes padecen sus ataques.

Afortunadamente, como dice Gloria Poyatos, presidenta de la Asociación de Mujeres Juezas de España: “el machismo es una enfermedad social que tiene cura. Su vacuna se llama educación”.

#MeToo forma parte de esa (re)educación. La visibilidad que en tan poco tiempo se le ha dado al tema es un avance importante, pues para erradicar la violencia contra las mujeres y otras minorías es necesario aprender, primero, a identificar y a nombrar dicha violencia.

Solo entonces podremos empezar a prevenirla efectivamente y a repararla adecuadamente cuando ocurra.

#MeToo aspira a lo que aspiran todos los feminismos: a la igualdad. Se llama “feminismo” y no “igualismo” por una cuestión de énfasis, no de exclusión, y también como estrategia para llamar la atención sobre la causa de la desigualdad histórica entre hombres y mujeres. (Ver: Feminismo: de dónde viene y para dónde va).

La meta es la igualdad entre todas las personas: hombres, mujeres y quienes no se identifican con ninguno de los dos géneros. (Ver: Ser un muppet: ni hombre ni mujer).

Esto no debería percibirse como “radical”. Por el contrario, debería ser una aspiración de todos los seres humanos. Tristemente este no es el caso. Por eso se entiende que nos acusen de “extremistas”.

Y esto hay que dejarlo claro: si luchar por la igualdad es extremo, entonces sí, somos extremistas, pues nuestra aspiración es que todas las personas seamos tratadas de manera igualitaria en todos los espacios: laboral, público y privado.

Para esto es fundamental que la violencia sexual deje ser abordada con eufemismos exculpadores como “coqueteo torpe” o “mala educación” y sea por fin reconocida como lo que es: violencia.

2 thoughts on “Una cosa es coqueteo y otra acoso

  1. Totalmente de acuerdo, la lucha por la igualdad seguirá firme con seguridad en estas convicciones. Gracias por el artículo.

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