De los 12 a los veinte tantos años fueron muchos los “piropos” que soporté. Supuestamente debía sentirme halagada. Y yo, confundida, pensaba que tenía que cambiar algo en mi forma de vestir para que dejaran de fastidiarme.
Por: Valentina Montoya Robledo*
Tenía unos 22 años cuando al lado del edificio en el que vivía, en Bogotá, empezaron una obra. La construcción de un edificio grande.
Más allá del ruido y del desorden, me enfrenté con un problema mayor: cada vez que pasaba, desde las 8 de la mañana hasta las 5 de la tarde, tenía que oír las palabras cargadas de morbo de algunos de los albañiles. (Ver: Decir “no”: un privilegio de los hombres).
Algunas veces salía al supermercado a comprar huevos para el desayuno vestida con ropa de gimnasio. Otras, salía para la universidad con jeans y una camisa. Unas más salía donde amigos, vestida de negro, con escote o sin este.
Me hacían sentir como un pedazo de carne. y yo, confundida, pensaba que había algo en mi forma de vestir que debía cambiar.
No importaba la ropa que tuviera, la hora en la que pasara o si ellos estaban trabajando o en momento de descanso, siempre tenía que aguantar su acoso.
En realidad, ya estaba acostumbrada. Tenía 12 años la primera vez que me gritaron algo. Estaba caminando por una calle en Santa Marta, venía de la playa con mi mamá, y un hombre que pasaba le dijo: “Suegrita, ¿cuándo me la presta?”.
Yo en ese momento no entendí mucho pues vivía entre libros y muñecas. Lo que sí me di cuenta fue que mi mamá se puso roja y aceleró el paso.
Cuando llegamos al apartamento le pregunté qué quiso decir ese hombre y me dijo que me había echado un piropo. Pude sentir su incomodidad en carne propia.
Sentía miedo
Desde los 12 a los 22 años fueron muchos los “piropos” que tuve que soportar. Supuestamente debía sentirme halagada: alguien se había fijado en mí.
Yo tenía “valor” a los ojos de un hombre y por eso él se había dignado a soltarme una frase obscena. Yo me sentía tan incómoda como en aquella oportunidad vi a mi mamá.
Sentía miedo. No me gustaba. Quería salir corriendo pero sin parecer muy asustada porque podrían perseguirme. Tampoco podía ponerme brava porque ¿qué tal se “arrechara” más?
Lo único que parecía funcionar era cuando pasaba con mi hermano o con mi novio de aquel entonces. Ahí sí se quedaban callados.
Un policía me respondió con risa: “Hay cosas más graves a las que nos dedicamos, antes agradezca que le están echando un piropo”.
Luego de ocho meses pasando al lado de la construcción, exhausta de oír porquerías, algunas veces caminando de prisa y otras contestándoles, un día llegué llorando a mi casa.
El portero del edificio me preguntó qué me había pasado y yo le conté. Él me dijo que no les prestara atención, pero simplemente no era capaz. Ese día llamé al CAI de la Policía que quedaba cerca.
Me quedé pasmada. Yo sabía que no era la única mujer de la cuadra a quien esta situación la incomodaba. Decidida a hacer algo fui con mi novio a la construcción. No me habría atrevido a ir sola.
Entré con paso firme. Le pregunté al maestro de obra el teléfono de la constructora y me lo dio tranquilamente con una sonrisa en la cara.
Llamé y tuve la fortuna de que me contestó una ingeniera. Le conté sobre la situación, sobre los ocho meses de rabia, miedo, irrespeto y de pensar que mi seguridad dependía de estar siempre al lado de un hombre. (Ver: Orgullosamente feministas).
Ella, indignada, me dijo que no volvería a pasar, que esa no era la imagen que la constructora quería proyectar. Dicho y hecho. Nunca más en el par de meses que duró la construcción tuve que volver a sufrir ese acoso.
Algo que me quedó sonando fue por qué cuando pasé a la obra acompañada de un hombre, ellos no me acosaron. Era como si él fuera “mi dueño” y entonces ya no era carne disponible para sus palabras violentas. Ya tenía quien me defendiera.
Esa situación me recuerda la de muchas mujeres de varios países árabes quienes por ley solamente pueden salir a la calle si están acompañadas por un hombre. (Ver: Es feminismo: no humanismo ni “igualismo”).
Sin estar con un hombre Al lado, no pasaba de ser un objeto para ellos.
Luego me pregunto: cómo podemos decir que el espacio público es para todas las personas cuando cada día muchas mujeres, sin un hombre a su lado, son agredidas verbal y físicamente.
¿Cómo podemos decir que vivimos en un mundo de iguales cuando nos siguen haciendo saber que nuestro lugar es la casa, porque de lo contrario somos “callejeras”?
¿Cómo podemos sentirnos seres humanos cuando para muchos no pasamos de ser un pedazo de carne? Además, ¿se supone que debemos sentirnos agradecidas por esta violencia?
*Abogada y activista en derechos de las mujeres, estudiante de doctorado en Derecho en la Universidad de Harvard (Estados Unidos), autora del blog: Abriendo el Closet.
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