La lectura que propongo sobre la película La Bella y la Bestia se aparta de la que presentó el escritor Giuseppe Caputo. Invito a pensar en lo que tienen para decirnos estas historias ahora que se debate quién tiene derecho a amar y ser amado.
El 16 de marzo el escritor Giuseppe Caputo publicó un hermoso texto sobre la nueva versión de la película La Bella y la Bestia de Disney titulado “Amar a un monstruo”. El artículo compara a la Bestia con Frankenstein o el Prometeo moderno (1818), la célebre novela de Mary Shelley. (Ver: ¡Sigan bailando, mariposas!).
Caputo señala que parte del encanto y la belleza de La Bella y la Bestia es que la película “grita que lo inimaginable es posible” pues la Bestia logra lo que el triste monstruo de Shelley no alcanza: amar y ser amado.
Sin embargo, mi experiencia como espectadora y como lectora fue distinta, y quisiera tomar las palabras de Caputo como una invitación para pensar más en el vínculo entre el amor y lo monstruoso.
También quisiera indagar qué tienen para decirnos estas historias en momentos en los que las posibilidades y la legitimidad del amor son debatidas en el Congreso, la calle y las mesas del comedor, y donde constantemente se vuelve a la pregunta —de tremendo impacto en las vidas de miles— sobre quién tiene derecho a amar y ser amado. (Ver: Gracias Disney por tanta “inclusión”).
La lectura que propongo sugiere que, como la gran mayoría de mitos de Disney, La Bella y la Bestia reproduce y refuerza los paradigmas que en un principio aparenta transgredir: en el momento en que el monstruo va a ser amado, el encanto se rompe y la criatura vuelve a ser el hermoso príncipe que siempre fue.
Amar al monstruo es ante todo una prueba del carácter de Bella. Mientras que los personajes masculinos deben demostrar su valentía, a Bella se le impone una prueba emocional: demostrar que es capaz de amar incluso a quien aterra a todas las demás personas, a quien ha secuestrado a su padre, a quien la retiene en contra de su voluntad.
Bella, como mujer, debe probar su capacidad de amar, de ver más allá de las apariencias, de ser paciente y comprensiva. Como sugiere Caputo, Bella lo logra: demuestra que su apariencia coincide con su interior y que su bondad le permite ver más allá de los prejuicios y las apariencias y enamorarse de Bestia. (Ver: Chao prejuicios).
La Bestia no es tal
Sin embargo, la premisa es engañosa desde el comienzo. Tanto el principio como el final nos recuerdan lo que el título quiere hacernos olvidar: que la bestia no es tal. Su monstruosidad es un castigo temporal a sus berrinches de príncipe malcriado, una lección para que el joven aprenda la empatía y se vuelva un monarca bondadoso.
El momento en el que el último pétalo está a punto de caer es el clímax de la historia porque la Bestia, los demás personajes y los espectadores están emocionalmente comprometidos con su transformación en príncipe.
Pese a las buenas intenciones de Bella, el público sabe tan bien como los demás personajes que si la Bestia no se transforma en hombre joven y bello el amor no puede concretarse, la pareja se hace inaceptable, el cuento de hadas no podría entregarnos el ansiado final feliz.
El amor triunfa porque la monstruosidad se acaba. Para que el amor se consuma la Bestia debe regresar a su apariencia humana. El amor deja de ser amenazante y, contrario a los afiches publicitarios, no hay nada trasgresor en el amor que se nos presenta: no se trata de la Bella y la Bestia bailando el eterno vals del amor.
La premisa sigue presentando la monstruosidad como antítesis de un estándar de normalidad, como castigo y tragedia.
La Bella y la Bestia no son la pareja de la película, quienes se casan, quienes tienen derecho a “vivir felices para siempre” son Bella y el príncipe: un hombre y una mujer, ambos hermosos, jóvenes y buenos. Colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Pero ¿qué pasaría si el último pétalo cayera antes que las lágrimas de Bella?, si la Bestia fuera realmente un monstruo, ¿podría la historia tener un final feliz? Seguramente no.
Y la respuesta está relacionada con el papel que tradicionalmente ha tenido la monstruosidad en la sociedad. Los monstruos son ficciones útiles. Se utilizan para amedrentar a chicos y grandes sobre los peligros de transgredir las leyes y las normas sociales.
“Duérmete niño, duérmete ya, que si no te duermes el Coco te comerá” se le canta al bebé para que concilie el sueño (es un milagro que no seamos una generación de insomnes). Al adulto se le advierte que la arrogancia de pretender ser creador de vida lleva a la destrucción y a la muerte, y si no me creen, pregúntenle al Dr. Frankenstein.
Lo monstruoso y lo natural
Sin embargo, existe un fuerte vínculo entre lo monstruoso y lo natural que pretende clausurar todo debate sobre la monstruosidad misma. Podemos discutir sobre si algo es “bueno” o “malo”, “legal” o “ilegal”, pero al menos en teoría, lo monstruoso no admite réplica.
Lo monstruoso es, por definición, naturaleza desviada. Por eso el monstruo está profundamente vinculado a su cuerpo pues éste lo delata: es recordatorio y prueba de su carácter monstruoso. Por eso no se juzgan sus actos—como en el caso de un criminal— sino su esencia.
Por eso, también, la violencia en contra de quienes son considerados monstruosos no cuenta como tal. Es risible o heroica, sancionada social e incluso jurídicamente. Matar a un monstruo no constituye un crimen, no merece castigo sino aprobación o halago, porque su sola presencia es percibida como una amenaza.
Esto se debe, en gran parte, a que la principal función del monstruo es asegurarnos que nosotros no lo somos. El monstruo es, ante todo, una forma de darle cuerpo a ansiedades sociales que no estamos dispuestos a discutir y que pretendemos zanjar con señalamientos: el monstruo es monstruoso solo con ser, su monstruosidad se supone obvia, redundante. “Miren al monstruo, ¿cómo no va a ser monstruoso?”.
Sin importar lo que haga, el monstruo seguirá siendo monstruoso.
El cuerpo se vuelve sujeto cuando según su genitalidad asume los guiones de género asociados con ésta.
Al poner la monstruosidad en el cuerpo del otro, la ideología vincula ciertos cuerpos con lo aberrado y lo desviado, ubicándose a sí misma del lado del orden y la naturaleza, de un supuesto orden de la naturaleza.
Este movimiento hace ver como enfermos los cuerpos que se salen de las normas y proyecta sobre ellos ansiedades individuales y sociales. Pretende asegurar la reproducción de un orden social que se presenta como natural.
Y si todo esto suena parecido a lo que andan diciendo algunos pastores y políticos, es porque lo es. Teóricos como Judith Butler, Susan Stryker, Peter Brooks y Benjamin Singer, por nombrar algunos, han explorado la estrecha relación que existe entre el sexo, el género y la sexualidad, y lo monstruoso.
Como dice Brooks en Body Work, con demasiada frecuencia “monstruo” es aquel que no puede ser fácilmente clasificado dentro del sistema sexo/género. Judith Butler afianza esta idea al explicar que los procesos de conformación de una identidad individual y social son fuertemente sexuados.
Quienes por su genitalidad, sexualidad o voluntad se resisten a esta categorización amenazan la reproducción del orden social y son expulsados simbólicamente del mismo: en vez de sujetos se vuelven, en términos de Butler, “abyectos” monstruos.
Así, al monstruo le es negado el amor. Las historias de amor priorizan los sentimientos por sobre el placer y el deseo, y encauzan la sexualidad —siempre heterosexual— a la labor de la reproducción biológica y simbólica del orden social. Por eso los cuentos de hadas son parte importante de la educación sentimental de niños y niñas.
Ellos aprenden a ser fuertes, activos y valientes; ellas a ser hermosas, frágiles y pacientes; y a todos los queda claro que el fin del cuento es también el de la soltería. El romance acaba donde empieza el matrimonio y la familia, es decir, en el momento en el que la reproducción biológica y simbólica de lo social está garantizada.
Si la Bestia fuera en realidad un monstruo ¿cómo terminaría la película?, ¿qué pasaría si la Bella y la Bestia se casaran?
La suerte de los monstruos
Muy distinta es la suerte de los monstruos. Como nos recuerda Caputo, la desdichada criatura de Shelley no encuentra a nadie que le brinde afecto y cuidado.
Ni siquiera su padre es capaz de amarlo y huye aterrado al verlo, abandonándolo a su propia suerte. Su sola presencia desata la violencia en su contra. Los niños le tiran piedras, los aldeanos lo insultan y persiguen.
La criatura de Frankenstein está condenado a vivir y morir solo y hasta antes de conocer a Bella, la Bestia cree que ese también es su destino. La diferencia radica en que La Bella y la Bestia no es una historia de amor entre una joven y un monstruo, sino entre una joven y un príncipe temporalmente “monstrificado”.
Como dice Caputo, el espectro de la bestialidad ronda el cuento de hadas. El riesgo de que se junte lo que se supone no debe juntarse, de que surja un amor que transgreda las normas y las expectativas sociales —aquí presentadas como naturales— recorre el relato y desaparece al final con la mágica transformación de la bestia en príncipe.
Sin estas conversiones la historia de amor no puede consumarse. Por eso el momento en el que Fiona se casa con Shrek es también el momento en el que se vuelve ogra para siempre y su “naturaleza” se define según la de su pareja.
Y por eso también en la versión de Disney de El jorobado de Notre Dame (1996) Quasimodo admite sin remilgos que su amor con la bella gitana es imposible y se retira para que Esmeralda consume su romance con el joven y gallardo Febo (en la versión de Victor Hugo tanto Esmeralda como Quasimodo mueren).
Quasimodo es el “buen monstruo” pues acepta el lugar marginal que la sociedad le asigna. Esto se logra a través de la infantilización del monstruo: una niña, no una mujer ni un hombre, lo acoge. El monstruo se vuelve muñeco tierno y asexuado.
Se le tolera pero no se le respeta. Se le despoja de madurez sexual y en vez de matrimonio se le ofrecen vínculos filiales, se le acepta, pero como niño eterno, como eunuco.
Pese a salvar a la doncella, Quasimodo no puede quedarse con ella. Ni siquiera es tratado como hombre.
Y si los demás no pueden amarlo, el monstruo tampoco puede amarse a sí mismo, por eso, se supone el monstruo teme ante todo la confrontación consigo mismo: el espejo es su peor enemigo. En ese sentido, Brooks explica que el espejo es para el monstruo el espacio anti-narcisista por excelencia.
Al ver su imagen reflejada, el monstruo se espanta de sí mismo y reafirma su monstruosidad. Con esto, la posibilidad de la constitución de la sexualidad del monstruo se clausura al impedir que este se vea a sí mismo como posible objeto de deseo.
La criatura de Frankenstein se horroriza al ver su reflejo en el agua y, en dicho momento, comprende y acepta que no merece ser amado. En La Bella y la Bestia la situación es similar. Caputo nos recuerda que la Bestia se desespera al ver su propia imagen. Donde él no ve más que un monstruo, espera que Bella sepa reconocer al hombre.
Sin embargo, existe otra opción, una encarnada por un monstruo menos conocido y más local, y también, por qué no sugerirlo, por muchos de los movimientos que hoy en día luchan por el derecho al amor y a no ser perseguidos y violentados por el hecho de ser. (Ver: Matrimonio Igualitario en Colombia, paso a paso).
Señor que no conoce la luna (1992) es una de las novelas más impactantes y menos conocidas de Evelio Rosero. Se trata de un texto alegórico que narra la historia de un mundo fuertemente jerarquizado en el que “los vestidos” dominan a “los desnudos” obligándolos a vivir en una casa de la que no pueden salir, haciéndoles ejercer todo tipo de oficios degradantes y sometiéndolos a torturas y abusos constantes.
Este desbalance de poder, así́ como la estricta estratificación social de la novela, se sustentan en el hecho de que los desnudos, a diferencia de los vestidos, tienen dos sexos.
Confrontar su imagen
El protagonista de la novela es considerado el más monstruoso de todos “los desnudos” por su singular apariencia y, sobre todo, por su rechazo a la jerarquía impuesta por “los vestidos” y su negación a aceptar la retórica que lo nombra como monstruoso.
En ese sentido, es iluminador contrastar la escena en la que el Desnudo finalmente mira un espejo con los dos casos citados arriba. En el momento crucial de la novela, “los vestidos” obligan al Desnudo a confrontar su imagen, seguros de que esto bastará para convencerlo de su propia monstruosidad. Lo que sucede es lo opuesto:
“Fui frente al espejo grande y me contemplé por primera vez, maravillado de mí mismo, y me reí. Corrí a mi propia imagen y entonces me besé. Mis labios me besaron en el frío espejo, y experimenté todo el amor, sin miedo a perder ese amor, porque yo mismo era el amor“.
A diferencia del monstruo de Frankenstein y de la Bestia, al ver su propia imagen el Desnudo no se horroriza de sí. Por el contrario, se reconoce en su imagen y convierte injuria en caricia, odio en amor.
El Desnudo no se transforma en gallardo príncipe, lo que cuestiona y subvierte es el lenguaje desde el cual se le nombra y las violentas consecuencias que éste intenta imponerle.
El Desnudo defiende su cuerpo y su deseo y se nombra a sí mismo desde allí. El movimiento es entonces el contrario a lo que sucede en La Bella y la Bestia: en vez “desmonstrificar” al príncipe para que, ya de regreso a los parámetros de lo que se considera natural y aceptable, pueda consumarse el amor .
Señor que no conoce la luna rechaza las marcas vejatorias que pretender inscribir la abyección en los cuerpos no normativos y defiende, aquí sí, el amor por y del, monstruo.
Con esto, el monstruo deja de serlo, se torna humano y su amor se hace legítimo. Pero, contrario a lo que sucede en la versión de Disney, no es el cuerpo ni el comportamiento del monstruo lo que ha cambiado, sino la mirada y el discurso que lo nombra como tal.
Los verdaderos monstruos en las novelas de Rosero y de Shelley no son las criaturas con esa etiqueta sino la sociedad que los rechaza.
Esto es, quizás, lo que resulta más aterrador de estos viejos relatos y también donde reside su mayor lección. Historias como Señor que no conoce la luna y Frankenstein resaltan lo que resulta más monstruoso de las historias de monstruos, y nos hablan de ese otro espejo que Caputo olvida: el espejo que refleja nuestra propia monstruosidad.
Los muy respetables señores y señoras que los persiguen y arrinconan, empujándolos al desespero y la violencia, esa sociedad que se niega a leer su diferencia desde otro lugar distinto al del insulto y el escarnio, y otorga solo tres opciones vejatorias y violentas:
1. Reincorporarse a la sociedad a través de una transformación radical —posible solo en los cuentos de hadas.
2. Conformarse con una cierta tolerancia de su diferencia que garantiza su supervivencia pero trunca la posibilidad de una vida autónoma y plena.
3. El acoso, la burla, la violencia sexual y física, la muerte incluso.
Quienes así razonan y actúan son los verdaderos monstruos. Los monstruos no son los diferentes, sino quienes así los llaman para poder ejercer violencia (física y simbólica) sobre ellos impunemente e incluso en nombre de la moral, las buenas costumbres, y hasta las leyes humanas y divinas.
¿Suena familiar?
En tiempos en los que “lo natural” quiere usarse para despojar de dignidad, derechos y hasta de la posibilidad misma del amor a una parte importante de la sociedad, conviene volver a estos viejos relatos y escuchar lo que nos dicen respecto al peligro e injusticia de deshumanizar a quienes consideramos diferentes.
Hoy en día, ¿a cuántas personas se les tilda de monstruosas y antinaturales para convencerlas de que no merecen ser amadas, y deben aceptar su destino de bestias acorraladas y solitarias?
Y no me refiero solo a las personas gais, lesbianas, bisexuales, trans o intersexuales, aunque, por supuesto, no he hecho sino hablar de ellas. Pero, ¿acaso en Colombia no es todavía una práctica legal el despojar de derechos sexuales y reproductivos a miles de personas con discapacidad?
¿Cuántas veces no se dice que si los cuerpos no se acogen a ciertas normas no pueden ser sujetos de derechos?
Más aún, ¿qué nos dicen estas historias sobre nuestras concepciones de género?, ¿qué pasaría si invirtiéramos los roles en estas historias? ¿Podría Bello, un joven apuesto y gallardo, enamorarse de un monstruo hembra que ha secuestrado a su padre y lo mantiene cautivo?
¿Cuidaría Bello a su monstrua y le sanaría las heridas tiernamente? ¿Podría él ver más allá de la apariencia física, los arrebatos de ira, la violencia ejercida contra su familia y contra él mismo para descubrir su humanidad y encontrar el amor verdadero?
Es dudoso. Semejante relación sería doblemente monstruosa. A las mujeres se nos socializa para aceptar la violencia masculina como una parte —indeseable pero común— del amor romántico e incluso como manifestación de amor. (Ver: La media naranja y otras trampas del “amor verdadero”).
“Las pruebas del amor”
Los celos, la posesividad, el aislamiento de la familia y amigos, la vigilancia y el control son leídos por millones de hombres y mujeres (y niños y niñas) como pruebas de interés romántico, aspectos normales del cortejo y de la vida marital.
A las mujeres a quienes se nos enseña a desdeñar nuestra libertad y ver el encierro y el servicio hacia los otros como expresiones máximas de nuestra naturaleza y llave de la dicha conyugal.
Pretender que Bello aguante comprensiva y pacientemente los gritos de su Bestia hembra y se quede encerrado, conversando con tazas de café y desempolvando relojes, y se enamore de ella pese a todo, sería una transgresión más grave que la propia monstruosidad de la Bestia.
Implicaría la subversión de la jerarquía social que justifica —también con referencias a leyes naturales y divinas— la subordinación de lo femenino.
Nos enseñan a aguantar la violencia como expresión natural de la masculinidad que debemos esforzarnos por soportar.
Por eso, en tiempos en los que lo monstruoso y antinatural se usan como armas para acotar el amor y justificar la desigualdad y la violencia, resuenan más que nunca las palabras de Susan Stryker en su célebre artículo “Mis palabras para Victor Frankestein”:
“La naturaleza con la que me atormentas, es una mentira. No creas que te va a proteger de lo que represento, porque esto no es más que una fabricación que cubre la falta de fundamentos con los que pretendes mantener tu privilegio a mis expensas.
“Hago un llamado a que investigues tu naturaleza de la misma manera en la que yo he sido obligada a confrontar la mía. Te reto a que confrontes la abyección y salgas adelante como yo lo he hecho. Escucha mis palabras, puede que así descubras las costuras y suturas dentro de ti mismo”.
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