La educación que recibimos tanto en la casa como en el colegio y los círculos sociales en los que nos movemos, son determinantes en nuestra mirada del mundo y en la manera como nos relacionamos con los demás.
Cuando estaba en cuarto de primaria, en el año 1996, un chisme comenzó a regarse en el salón de clases. El papá de un compañero era taxista. Para el colegio, este señor era un fantasma: se hablaba poco de él, nunca asistía a las reuniones ni a las presentaciones y, si por algún motivo a su hijo lo dejaba el bus, creo que prefería quedarse en la casa antes que llegar en un carro amarillo.
Mi reacción, al enterarme, fue de sorpresa absoluta. “Mamá, ¡es taxista! El papá de P (así lo llamaré) maneja un taxi”. P no era amable conmigo, se burlaba de la edad de mi papá, que en ese entonces ya tenía casi todo el pelo blanco. Decía que parecía mi abuelo. Esta era la oportunidad de devolverle sus ofensas. “Si el mío es viejo, el suyo es un taxista“, era la respuesta que había planeado en frente de todo el salón.
El plan nunca pasó a la acción. Mi mamá me detuvo. “Checho (así me dicen en mi familia), ser taxista no tiene nada de malo. Es un trabajo como cualquier otro. No está bien que uses eso para burlarte de otra persona”. (Ver: “La vida y Dios me premiaron con un hijo gay“).
Unos años después, la vida me daría una lección. La empresa de mi papá quebró: tuve que decirle adiós al lomito que comía todas las noches, a las vacaciones de Semana Santa en el Irotama, a los viajes al exterior, a la excursión de 11 a Punta Cana (era eso o pagar el primer semestre de universidad) y al estrato seis.
“Tuve que decirle adiós a todo lo que creía que me hacía mejor persona y me daba un valor superior como persona”.
A qué va esta historia, se preguntarán. Le apunta a mostrar cómo la forma en que nos educan desde que somos pequeños y cómo los círculos en los que empezamos a movernos, en los que todo el mundo se ve o aparenta ser igual, afectan la forma en que pensamos y también cómo nos relacionamos y tratamos a los demás.
Yo estudié en un colegio en el que las niñas y los niños eran, en su gran mayoría, blancos; en el que te juzgaban por tu nombre y apellidos; en el que nuestros papás tenían trabajos similares; en el que en vacaciones viajábamos y en el que se asumía que todos éramos heterosexuales.
Allí, quien fuera diferente era el “indio”, el “lobo”, el “pobre”, la “loca”. En el que si una niña jugaba fútbol no era lo suficientemente mujer y, si un hombre no tocaba un balón, no era lo suficientemente hombre. (Ver: Bullying: ni inofensivo ni normal).
La diversidad es la realidad
Por varias razones, estos ambientes producen un daño terrible. Primero, nos hacen creer que vivimos en un mundo donde todas las personas son iguales; en el que la diversidad no existe y en el que lo diferente –o al menos lo que creemos es así- hay que rechazarlo y considerarlo inferior.
Segundo, segregan: los de estrato seis solo se juntan con los de estrato seis, los ricos con los ricos, los pobres con los pobres, los blancos con los blancos, los hijos de los empresarios con los hijos de otros empresarios, y los del portero con los del portero.
Tercero, restringen libertades y no nos permiten ser como realmente somos. Yo no salí del clóset en el colegio por miedo a ser juzgado y rechazado por mis compañeros; P nunca contó que su papá era taxista porque en el imaginario de los colombianos ser taxista es ser menos. (Ver: ¿Y si no tuviéramos que decir que somos homosexuales?).
¿No será más fácil educarnos en la diversidad desde que comenzamos a crecer?
¿No será más fácil que estudiemos con el hijo del presidente de una multinacional y también con el de la cajera del supermercado? ¿No será más fácil que los niños sepan que existen parejas que se llevan 14 años de diferencia, como mis papás, o que hay familias de madres y padres solteros, o en las que hay dos mamás o dos papás?
¿No será más fácil estudiar con niñas y niños LGBTI? ¿No será más fácil que desde las familias y los colegios la educación tenga un enfoque de género y se hable de temas como la educación sexual y de los derechos sexuales y reproductivos, en vez de hacer como si el tema no existiera? (Ver: ¿Ustedes por qué siempre están juntas?).
Seguramente, muchas mamás y papás nos educan de esta forma porque con ellos lo hicieron así. Es un patrón que se repite, pero llegó la hora de cambiarlo. A mí, personalmente, todavía me cuesta hacerlo.
No les voy a negar que a veces llegan a mi cabeza palabras despectivas como “¡Qué indiamenta!”. Esta expresión la aprendí en mi casa; soy consciente del daño que hace y por eso desde hace varios años decidí dejar de usarla. Lo que pasa es que, aunque parezca absurdo, llega de manera automática.
Este, por supuesto, es solo uno de los ejemplos que encontramos en la forma en que nos comportamos y el lenguaje que usamos para referirnos a los demás. Así sucede con el racismo, con el clasismo, con el machismo, con la homofobia, entre otros.
Nos educan con estas ideas de modo que terminan metidas como si fueran un chip insertado en nuestras cabezas. El mundo nos está poniendo a prueba. ¿Vamos a seguir en las mismas o vamos a hacer algo para cambiarlo? (Ver: Chao prejuicios).
Qué tal si comenzamos a educar personas que vivan en un mundo en el que los privilegios no estén dados por el sexo que nos asignan al nacer o por el género con el que nos identificamos, o la forma en que decidimos expresarlo. (Ver: A mí sí se me nota).
Qué tal un mundo en el que los privilegios no estén relacionados con la raza o con el dinero que tengamos. Qué tal un mundo en el que el verdadero privilegio sea tener la capacidad de pensar en los demás y hacer los prejuicios a un lado. Qué tal un mundo en el que elegir no sea una obligación, sino un derecho y una libertad. Qué tal…