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Grieta

De eso no se habla

Una lectora y colaboradora habitual de la sección “En mis zapatos”, revela por qué se cansó de decir que de su orientación sexual no habla con el argumento de que es parte de su vida privada. 

Por: Ana Z*.

“Ahora entiendo. Por eso es que no te gusta usar faldas”. Esa fue una de las primeras y extrañas frases que mi mamá me dijo aquella mañana de domingo, después de confrontarme y enterarse de que yo no era heterosexual.

Días después vino una pregunta menos insólita: “¿te gustaría ir a un psicólogo?” Lo decía, no con el propósito de ayudar en un proceso de autoaceptación, sino intentando una última “reversada” de mi parte.

Posteriormente, llegaron las tradicionales dudas de: “¿será que hice algo mal, será que fallamos como papás y esta es la consecuencia?”

Después de la “gran revelación” o “salida del clóset”, mi vida no cambió mayor cosa. Sin desconocer que me quité las presiones de: “¿por qué no sales con aquel?” o “fulanito es perfecto para ti”, todo lo LGBT me seguía pareciendo sórdido, sacado de otro mundo. Y un mundo más bien bizarro que poco o nada tenía que ver con el perfeccionista y convencional en el que yo vivía

Me decía cada vez con más fuerza: “no entiendo por qué hay personas a las que les gusta gritarle al mundo que son homosexuales ¿por qué tanto show?”. Me identificaba con los políticos y famosos que todo el mundo sabe que son gais, pero que jamás hablan de “eso”. Me gustaba el argumento: “de mi vida privada no hablo porque solo me compete a mí”.

Me incomodaba la gente que usaba pulseras o camisetas con la bandera de arcoiris o que llevaba looks que despertaran sospechas sobre su orientación sexual. “¿Si las personas heterosexuales no viven diciendo su orientación sexual, por qué las homosexuales sí?”, le preguntaba indignada a mis papás, quienes respaldaban plenamente mi posición.

Detestaba la llamada marcha del “orgullo gay” porque para mí no pasaba de ser un carnaval caricaturesco de personas que querían “evidenciarse” y, además, de una manera que la mayor parte de la sociedad rechaza: ligeras de ropa, gritando y haciendo escándalo… “Si buscan inclusión, ¿para qué hacen eso?”, me cuestionaba.

A quién le importa

Siempre decía que mi orientación sexual ni me sumaba ni me quitaba puntos. “Es tan solo una parte de mi vida y, quizás, de las menos relevantes”, le expresaba a mis seres más cercanos cuando por alguna extraña razón, el tema surgía.

Lo más importante, agregaba, son mis logros profesionales y ser una buena persona… “¿Pero que me gustan las personas de mi mismo sexo? Eso no tiene relevancia”.

En septiembre de este año, mi hermana menor dirá “sí acepto” frente a un altar. La promesa de una gran ceremonia católica y una posterior recepción con vestido largo y esmoquin, ha motivado a abuelas, tías y primas a ofrecerles múltiples showers, onces y despedidas a los novios.

Cuando yo me fui a vivir con mi primera pareja, no recibí ninguna despedida ni generé la ilusión que hoy despierta este matrimonio.

Aunque yo comparto y disfruto plenamente la alegría de mi hermana y de su novio, esta sutil diferencia entre lo que sucedió con ella y conmigo en un hecho que podría calificarse como superficial, me ha ido confirmando algo de fondo: estaba equivocada cuando decía “todos somos iguales, sin importar si se es o no homosexual, finalmente es lo mismo”.

El hecho de que mi hermana vaya a cumplir con las expectativas sociales es motivo de celebración, mientras que el hecho de que yo no lo haya hecho, no merece fiesta ni buenos deseos.

Cuando he hablado de esto con mis papás, me han recordado, a manera de justificación, que fui yo quien se negó a contarle a la familia que me iría de la casa a compartir el mismo techo con mi pareja de entonces.

Tienen razón. Pero ¿por qué lo hice? Porque crecí escuchando en la casa, en el colegio, en los medios de comunicación, en la iglesia… Que ser homosexual no estaba bien y que lo correcto y socialmente aprobado era casarse con una pareja del sexo opuesto.

Y en ese momento carecía de la fuerza suficiente para asumir abiertamente que estaba avanzando en lo que todos consideraban era ir en contra de la corriente.

Cada vez que mis papás se encuentran con algún conocido veo que hablan con orgullo de los logros y planes de mis dos hermanos. Pero se detienen a pensar qué responder, cuando la pregunta es: “¿y Ana ya se casó?”. Mi vida los pone en “aprietos sociales”.

Desde hace unos meses ni siquiera pueden responder: “anda tan ocupada trabajando en (nombre de prestigiosa multinacional) que no tiene tiempo para esas cosas”, porque renuncié.

Durante muchos años, para sentirme más acorde con mi familia y para que mi orientación sexual pasara inadvertida -sentía que no era un tema que les alegrara- me enfocaba en hablar de mis logros profesionales. Así, mi vida personal quedaba en un segundo plano y les evitaba la penosa tarea de abordar temas incómodos o “polémicos”.

Lo “normal” y lo demás

Crecí en una familia conservadora y católica. En muchas ocasiones, tuve que escuchar sermones y declaraciones de sacerdotes en contra del matrimonio entre personas del mismo sexo, argumentando que lo “normal” es que las familias estén conformadas por un papá y una mamá.

Veía que ni mis papás, ni mi hermana y hermano se afectaban con esas palabras. Ni siquiera me miraban de reojo para ver qué cara ponía. Les parecía que el cura estaba en lo correcto y que yo era un pequeño “descache” entre esa parranda de “locas escandalosas”.

Por mi parte, escuchaba los sermones con resignación, sin cuestionar esos discursos ni considerarlos discriminatorios porque finalmente yo era quien estaba mal y quien había “elegido” no cumplir con las expectativas de Dios.

Con el tiempo he venido entendiendo que eso de que la orientación sexual es un asunto privado, que ni le quita ni le pone puntos a una persona, es una mentira que me repetía para congraciarme con la sociedad, para que mis seres cercanos no se decepcionaran aún más de mí y para “camuflarme” en esa mayoría heterosexual.

En últimas, era un gesto de cobardía con el que pretendía que a mí y a los demás se nos olvidara algo que preferíamos no fuera así.

Ahora que además de renunciar a la “prestigiosa multinacional”, he empezado a vincularme en actividades que clasifican como “activismo”, mi mamá me pregunta: “¿pero luego tu no decías que uno para qué habla de esos temas y los hace públicos, si finalmente nadie es más o menos que otro por ser homosexual?

Hoy le digo que cambié de opinión. La vida me ha mostrado que, infortunadamente, sí hay diferencias entre ser y no ser y entre hacerlo público y ocultarlo. Y buena parte de esas diferencias me las ha enseñado, justamente, mi familia.

Me lo han hecho ver en el contraste entre la alegría que les despierta el matrimonio de mi hermana y la resignación que generó mi “unión libre”. En la manera como mi mamá se enorgullece contándoles a sus amigas que mi hermano tiene una novia muy linda y en los silencios acompañados de un respiro profundo cuando el tema de conversación soy yo.

Las personas heterosexuales no tienen que salir del clóset, ni pasar por un proceso de autoaceptación de su orientación ni ocultarse en la calle para darle un beso o un abrazo a su pareja por miedo a un gesto o a un acto de violencia.

Son las personas homosexuales -o LGBT en general- quienes más sufren burlas y rechazo por sus “amaneramientos”, quienes deben inventar excusas en sus trabajos para no hablar de su vida personal y asistir a sitios de esparcimiento frecuentados por “gente como ellos” para poder bailar con su pareja o tomarse de la mano sin miedo a señalamientos o agresiones.

Entiendo que cada quien debe vivir sin esperar la aprobación de los demás o sin tener en cuenta si sus seres queridos están o no de acuerdo con sus decisiones. En la teoría, eso lo tengo claro, pero en la práctica me resulta difícil y doloroso de cumplir.

Aunque ninguna persona, heterosexual o no, elige su orientación sexual y cada vez me importa menos si nací o me hice, hoy le agradezco a la vida lo que soy porque, sin pensarlo, he sido una herramienta de aprendizaje para mí y para quienes me rodean.

Cada vez tengo más claro que vale la pena seguir resaltando las diferencias (generalmente desventajas), que existen entre ser y no homosexual y en los obstáculos y restricciones que la ley, la religión y la sociedad les imponen a quienes lo son.

Creo que es importante continuar haciendo visible que las personas heterosexuales siguen siendo las que encajan en el honroso título de “normales”, con las consecuencias que esto implica, mientras que las homosexuales aún son causa de sospechas, estereotipos y miradas.

Quiero pensar que resaltar esas diferencias, por superficiales que parezcan, y reafirmar abiertamente lo que soy, serán pasos para que, algún día no muy lejano, la grieta pueda cerrarse.

*Lectora y colaboradora ocasional de Sentiido.

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