El 3 de julio, día de la marcha LGBTI en Bogotá, cumplí 30 años y asistí a este evento para celebrarlos rodeado de diversidad. Mi mamá, Adriana, me acompañó.
Debía tener 19 años. Estaba en la ciclovía. Mi acompañante era una bicicleta. A la altura del Parque Nacional comencé a escuchar ruidos y a ver banderas que ondeaban con el arcoíris pintado en ellas. Veía caras alegres y lo que parecía una fiesta a punto de arrancar.
Me detuve a mirar desde una acera. El corazón brincaba como si acabara de correr una maratón. Quería estar ahí y marchar, pero también quería correr en dirección contraria. “¿Qué tal que alguien me vea?”, “¿qué tal que alguien le diga a mi papá?”, “¿qué tal que alguien me diga maricón?”, eran preguntas que daban vueltas en mi cabeza.
El miedo fue más grande que el deseo, más grande que la libertad de poder quedarme allí y unirme a un grupo de personas que parecían felices. Temía quedar expuesto, como si se tratara de una actividad ilegal.
“Pedaleé lo más rápido que pude. Tenía rabia y me sentí cobarde. Me desquité con la bicicleta y quise cansarme para no pensar más. Huí de allí”.
Aunque ya le había contado a mi mamá que era homosexual, la homofobia que veía y sentía a mi alrededor me invadió y le hice caso a tantas voces que decían: “está bien que seas gay, siempre y cuando sigas siendo un hombre“, “a esa marcha van puras ‘locas'”, “qué vergüenza, eso está lleno de travestis“, “si vas, la gente va a pensar que eres como ellos”.
Pasaron 11 años para que tomara la decisión de ir por primera vez a una marcha del orgullo LGBTI. A medida que el tiempo corre y uno aprende a aceptarse y a respetarse como es, también comienza a hacerlo con las demás personas.
Aprendí que en el mundo hay mucho más que solo hombres gais. Aprendí que hay mujeres lesbianas, que hay personas trans, transexuales, travestis. Me encontré con una lucha permanente porque la orientación sexual e identidad de género no sean una camisa de fuerza, sino la libertad de ser quien uno es.
También aprendí que no necesitamos una etiqueta que defina quiénes somos, así el mundo insista en crear categorías que dividen y que no sirven para nada más que para causar rechazo. El pasado 3 de julio, día en que se celebró en Bogotá la marcha del orgullo LGBTI, cumplí 30 años y decidí ir para celebrarlos. En otras palabras, me regalé una marcha llena de diversidad.
¡Paz en igualdad!
Además, le extendí la invitación a la mujer que me dio la vida: mi mamá, Adriana. Quisimos salir no solo a marchar, sino a dar un mensaje. Ambos llevamos un cartel con una franja con los colores del arcoíris y escrito en letras negras: “Marchamos por las personas a las que la homofobia maltrata y mata. No permite ser libres. No deja marchar hoy. ¡Paz en igualdad!”.
No se sabía quién levantaba con más orgullo el cartel, si mi mamá o yo. “¿Acaso estaba mal sentir orgullo ese día?”, alcancé a preguntarme. Así que me dejé llevar por los sentimientos. Yo me sentí orgulloso de mi mamá y de mis amigos. Me sentí orgulloso de la gente que estaba en la calle ese día.
Me hice esa pregunta porque he leído y escuchado que ése no es el propósito de la marcha y, en cierta medida, lo entiendo. ¿Orgullo por no poder ser libres?, ¿orgullo por vivir en mundo que mata lo que no considera “normal”?, ¿orgullo por no tener los mismos derechos que los demás?
“Con mi mamá salimos a marchar porque no estamos dispuestos a que más personas tengan que ocultarse, porque no queremos más discriminación ni más miedo”.
Marchamos porque entendemos la importancia de que en un país como Colombia podamos adoptar y casarnos como lo hacen las personas heterosexuales, pero también porque entendemos que no basta solo con poder hacerlo, porque que la lucha va más allá. Marchamos porque hay realidades terribles que ni siquiera conocemos o nos es imposible imaginar.
Pero al mismo tiempo creo que nadie debe imponernos las razones por las cuales hay que marchar. Cada quien puede salir en representación de sí mismo. Esa también es una opción válida. Somos personas diversas y esa es la diversidad que hay que mostrar. Que cada quien salga por las razones que quiera; pueden existir miles. Aquí no hay mensajes correctos o incorrectos.
Ese día no tuve miedo, al contrario, me sentí seguro entre una multitud que, a pesar de no conocer, me di cuenta de que teníamos algo en común. Salir fue una forma de resistencia, de decir “aquí estamos”, de decir que no pedimos más ni mejores derechos; pedimos los mismos.
Fue una manera de decir que nuestras vidas merecen respeto, que vivimos la vida que queremos y no la que los demás quieren. De pedir que nuestra realidad cambie. Para mí será un día lleno de imágenes que perdurarán para siempre en la memoria. Será el día que vi a mi mamá alzar sus brazos y empinarse para que todo el mundo viera el cartel que llevaba. Será el día en que pasé de la acera a la marcha.