Amanda y Amparo vivieron juntas 36 años y solamente hasta 2014 pudieron casarse. Amparo falleció hace unos días y a su esposa no le permitieron firmar en la funeraria. Se requería que un “familiar” lo hiciera. Esto demuestra que los cambios no llegan de la mano con las leyes.
A Amparo y Amanda las conocí hace casi 15 años. Para ese entonces, ya llevaban más de 20 años juntas y eran toda una lección de vida para las otras mujeres que asistíamos a las reuniones de Mujeres al Borde y que nos confrontábamos con el hecho de que era posible construir una relación de pareja que llevara tanto tiempo.
Aunque había una clara diferencia de edad entre esta pareja y la mayoría de mujeres del grupo, ellas participaban en los debates y conversaciones. Las recuerdo muy presentes, aproximándose a la existencia de esas mujeres lesbianas y bisexuales que le apostaban a un activismo creativo, lúdico e irreverente.
Amparo y Amanda vivieron juntas 36 años y uno de sus sueños era poder casarse. Lo hicieron en 2014. Hace un par de semanas, tras una larga batalla contra el cáncer, Amparo falleció. En la funeraria me enteré de algunas cosas: de lo feliz que fue de poder casarse y de lo que le costó hacerlo, porque su salud ya estaba muy comprometida.
También, de las instrucciones precisas que dio sobre cómo quería que fuera manejada la situación cuando ella no estuviera. De la respetuosa manera en que el personal médico que la atendió, recibió el hecho de que su esposa fuera la persona a su cargo.
De igual manera supe en la funeraria, que cuando Amanda fue a firmar los documentos, le dijeron que no podía hacerlo, que solamente se autorizaría la cremación si “un familiar firmaba”. El duelo no dio para debates y la firma de una hermana resolvió rápidamente el asunto.
Los derechos no se consolidan solo con la norma. Después de esta, viene un largo proceso de lucha permanente para que esos derechos sean una realidad en la cotidianidad. La historia nos demuestra que la lucha por los derechos civiles está llena de demoras y retrocesos.
Y pasa en todos los temas. Más de una vez he tenido que responder a la pregunta de si mi matrimonio sí es un “matrimonio, matrimonio”. Es decir, si vale, si fue en serio. Sé que también se la han formulado a mi esposa y a las demás parejas del mismo sexo que se han casado.
La respuesta siempre es la misma: me casé, firmé un contrato civil de matrimonio con todos los requisitos legales cumplidos, registro incluido. Es un matrimonio que solo podrá terminarse por una de dos vías: divorcio o el fallecimiento de una de nosotras. De ninguna otra manera.
Un argumento absurdo
El fallo reciente de la Corte Constitucional sobre adopción, implicó un fuerte debate y mucha energía se puso esperando a que fuera positivo.
Que dijera sí, que nuestras familias son tan buenas como cualquier otra para criar hijos. Pero la Corte no falló como esperábamos, salió con un argumento absurdo: que somos aptos como madres y padres biológicos, pero sospechosos como adoptantes. Ridículo.
Es un hecho: no todos queremos casarnos ni adoptar. Pero sin duda, todas las personas estamos llamadas a luchar por conseguir cuando menos el rasero mínimo que garantice a quienes quieran que podrán hacerlo como cualquier ciudadano. Que la orientación sexual ni siquiera sea un tema.
Hace 20 años en Colombia los homosexuales no teníamos ningún reconocimiento como pareja. Ninguno. Ni el derecho a heredar, ni a constituir un patrimonio común, ni a afiliar a nuestra pareja al régimen de seguridad social.
Por supuesto, ni siquiera existía la posibilidad de reivindicar asuntos como familia, adopción o matrimonio. Simplemente no existían. Los avances son lentos, pero son avances. La decisión de la Corte sobre adopción no fue como la esperábamos, pero avanzamos.
Además, reveló profundas diferencias en la misma Corte, lo que de hecho nos conviene. Por si fuera poco, este proceso incorporó al debate, en apoyo a la adopción, a organizaciones que nunca se habían pronunciado antes como el ICBF o las asociaciones colombianas de Psiquiatría y Psicología.
Es importante no perder el norte ni la esperanza. Tanto en adopción como en matrimonio ha habido avances claros. Aunque aún hay mucho camino por recorrer y urgen claridades sobre el tema, el matrimonio igualitario es una realidad en Colombia. Tan casados estamos que ya hasta hay gente viuda y divorciada.
Situaciones indignas e indignantes no dejarán de ocurrir, pero no hay que desesperarse. Esta es una pelea de largo aliento. Lo bueno es que cada vez tenemos más aliados, más gente sale del clóset, hay mayor comprensión del tema en la gente “común y corriente” y es más evidente el desespero y la fragilidad de los argumentos de quienes ya no encuentran cómo sostener su oposición a nuestros derechos sin revelarse tan homofóbicos como son.
No ha sido una lucha fácil, ni lo va a ser. Creo necesario y urgente hacer un llamado de alerta sobre la creencia generalizada de que con el avance en las normas es suficiente y que estas garantizan el cumplimiento del derecho. No es así. Y saberlo nos permitirá no perder el rumbo.
Una cosa es lograr que las normas cambien, otra muy distinta conseguir que se apliquen. Una cosa es conseguir casarnos, otra muy distinta que nos reconozcan en todas las instancias como las personas autorizadas hasta para determinar el destino final del cuerpo de nuestra pareja.
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