La experiencia de montar en un vagón exclusivo para mujeres en Ciudad de México me hizo preguntarme qué mensaje se le está dando a la sociedad al mostrar a los hombres como un peligro ambulante.
Hace poco tuve la oportunidad de estar en Ciudad de México. Durante esos días me moví bastante en el metro del DF, porque tenía que ir hasta la Biblioteca Nacional para consultar algunas fuentes para mi tesis.
Tenía entendido que la hora pico en este medio de transporte va más o menos de las 5 de la mañana a las 11 de la noche, lo que me hacía pensar que Transmilenio es un paraíso comparado con lo que tienen que soportar los trenes de una ciudad de 21 millones de habitantes.
Una tarde de miércoles, cuando salía del impresionante “complejo” de la Universidad Nacional de México (UNAM), me monté en el metro en la primera estación de la línea 3: “Universidad”.
Iba cómoda y feliz porque en medio de las altas temperaturas no aptas para una oriunda del altiplano cundiboyacense, había conseguido silla y el vagón iba relativamente desocupado. Sin embargo a lo largo del viaje, que duraba más o menos 45 minutos hasta la estación de “Chilpancingo”, mi destino final, me di cuenta de que en ninguna parada se subían hombres.
¿En dónde estaban? ¿Era esto una coincidencia? Era curioso. Pasé por 11 paradas y no había nadie del género opuesto a mi alrededor. De pronto me di cuenta de que yo estaba en uno de los primeros vagones del tren y que al llegar a cada estación se veía un aviso, en casi todos los casos escrito a mano con marcador sobre una valla plástica que decía: “Solo damas”.
De pronto me vi parte de un proyecto de ciudad con el que he estado siempre en desacuerdo: separar a hombres de mujeres en el transporte público. Hace algunos años habíamos hablado algo al respecto en Sentiido cuando surgió la idea de hacer esto mismo en Transmilenio, además con la creativa idea de pintar los buses de rosado. Siempre me ha parecido una propuesta fuera del contexto en el que existimos: en el que hay gente de todos los sexos y géneros en cada uno de los rincones de la ciudad.
Esa extraña sensación de seguridad
Y sin embargo, lo que más me impactó de todo esto no fue la normalidad con la que la mujer sentada a mi lado me decía que ella nunca se subía en los vagones mixtos, sino el hecho de que yo tuviera una sensación de seguridad. Era verdad. Los vagones de mujeres me hacían sentir menos expuesta que cuando usaba aquellos en los que los hombres tenían permiso de subirse (en México o en Bogotá).
No sentía miradas ansiosas o la obligación de ponerme el morral hacia el frente para que no me fueran a sacar la billetera o el celular -porque además tengo la percepción de que las mujeres no roban(!)-.
Aunque he entrado en una etapa en la que los susurros al oído o las miradas impertinentes hacia el área pectoral femenina ocurren con menor frecuencia, aún así sentía la tranquilidad de saber que disminuían las probabilidades de ser tocada o restregada por una extremidad masculina (¿me habría sentido menos miserable si hubiera sido una mujer la que me manoseara?).
Cuando llegué al apartamento donde me hospedaba le comenté a mis compañeras de viaje la extraña experiencia que había tenido. Primero, porque me había tropezado en varias ocasiones con una campaña publicitaria en el transporte interno de la UNAM que promovía la eliminación del acoso sexual hacia las mujeres. Después, porque me había sentido extrañamente segura en el “vagón de las mujeres”, tal como si estuviera en una versión suavizada de la película de Federico Fellini.
Lo que más me cuestionaba de todo esto era que seguía (y sigo) insistiendo en que separar a hombres y mujeres en el transporte público es enviar un mensaje social equívoco. Si nos separan de los hombres porque nos tocan, nos agreden y nos violentan, nos están diciendo que todos son potenciales acosadores: el amigo, el hermano, el maestro, el barrendero, el músico, el abuelo, el doctor, el conductor… Todos.
Por otra parte, se está creando una atmósfera de falsa tranquilidad que puede durar entre 5 y 240 minutos al día: el tiempo que pasamos en el transporte púbico viajando de un lugar a otro. Es una cálida sensación de no sentirse expuesta que termina una vez se pone un pie en el andén o en la estación.
Ahí empieza de nuevo la pesadilla, el tun-tun que les recuerda a las mujeres que cualquier hombre a su alrededor estará dispuesto a meterle la mano entre las piernas o a decirle cosas obscenas al oído frente a la indiferencia de los demás.
Una sociedad dividida
En Bogotá, en parte porque no tengo la necesidad de tomar la ruta F23-J23 de Transmilenio, en parte porque me opongo rotundamente, no he querido subirme al “vagón de las mujeres”. Me parece que sería aceptar la derrota de un proyecto social de respeto, convivencia y sobretodo de relacionarse racionalmente con los conciudadanos.
Creo en la educación, en la “conciencia ciudadana” y en la igualdad de géneros. Creo que separar a las mujeres de los hombres en estas circunstancias es decirles a ellos que mejor se queden lejos, porque si están cerca de ellas tendrán siempre la tentación de tocarlas, cogerlas y ultrajarlas.
Sin embargo, al indagar el programa que se ha implementado en México para la seguridad de las mujeres, se ve que la idea va mucho más allá que solo separar los vagones por género. Esa es una porción de lo que se ha denominado “Viajemos seguras en el transporte público”.
Este programa pretende establecer una ruta de atención a las mujeres abusadas, que va desde el momento en que denuncian la situación en el lugar de los hechos, hasta el acompañamiento, atención y asesoría psicológica y jurídica en la materia.
El hecho de que en el DF se hayan registrado entre 2009 y 2013 alrededor de 1.470 denuncias de acoso sexual hacia las mujeres en el Metro, es un indicador de que no es problema de multitudes y de una mano que cayó casualmente en una “zona provocativa” de una mujer. Es algo que se repite en muchos países del mundo y de lo que no solo el Estado es responsable.
Uno de los grandes cuestionamientos que me ha dejado toda esta experiencia es confirmar que la educación (no solo institucional) es la tarea a la que más se le debe prestar atención. Sin embargo, mientras que esto sucede, también hay en las calles de las ciudades y pueblos muchas mujeres que siguen expuestas al irrespeto y al abuso.
¿Cómo lograr reducir los índices de violencia y acoso sexual sin tener que tomar medidas extremas como separar a hombres y mujeres en lugares aglomerados? (Si así fuera el caso, habría que separar a las personas por género en los conciertos, los ascensores, las filas de los impuestos, las manifestaciones y las discotecas).
La respuesta es difícil. En principio, es necesario partir de la base de que es responsabilidad de todos: desde la casa, el colegio y el vocabulario que se usa, hasta las acciones que sirven de ejemplo para otros. Y no hablo solo de los padres. También hablo de los maestros, de los vecinos, de los gobernantes y de los deportistas.
Aún más, creería que quienes somos o hemos sido testigos de episodios de este tipo tenemos una mayor responsabilidad. Cuando una persona grita o se queja de que la están manoseando, ¿por qué solemos voltear la mirada o, peor aún, acercarnos para saber qué pasa sin considerar ayudar a quien lo requiere?
Actuar de manera consciente cuando la ciudad nos obliga muchas veces a sacar la bestia que llevamos dentro no es sencillo. La razón está, pero también se deja llevar por el instinto de supervivencia, las ansias de morbo o las ganas de llegar rápido a la casa sin buscarse más tropiezos de los que ya hay.