Tener sexo casual se convirtió en lo usual, mientras que no tenerlo en sinónimo de que algo anda mal. Pasamos de considerar el sexo como un tabú a volverlo un “deber ser”. Para mí, así suene raro, lo más importante para tener sexo es ese paso previo, esa conexión, ese vínculo preliminar.
“¿Cómo te fue? ¿qué tal todo por allá? ¡Cuéntanos!”, me preguntan mis amigos más cercanos al regresar a Colombia después de haber estado algún tiempo por fuera. Hay mucho que contar. Sin embargo, uno de los temas que más interés les despierta es el sexo. Específicamente, si lo tuve. Muchas veces, esta pregunta se traduce en el prejuicioso “¿probaste extranjero?”. (Ver: Chao prejuicios).
Con las aplicaciones móviles hoy tener sexo es fácil. Ya sabemos cómo funciona: se abre la aplicación, se intercambian algunas frases y/o fotos y se acuerda un encuentro. Fin. Es un modelo que funciona por eficiente y certero. Ambos usuarios acuerdan tener sexo consentido. Nada mejor para un veinteañero solitario en una capital.
Cuando era un joven universitario instalé Grindr por primera vez. Me esmeré por construir un perfil claro y, a mis ojos, atractivo, con un texto corto que describiera algo de mi personalidad y posando sonriente en una foto de buena calidad. Pensaba: “Esto es lo que soy, así debo venderme”. (Ver: ¿Eres masculino?).
Perdí la cuenta de las veces que escribí “Encontrémonos y luego vemos” para recibir silencios como respuesta.
Poco tiempo después entendí que esa no era la forma correcta. No había muchos perfiles pulidos, sino fotos de torsos o entrepiernas con nicknames sugestivos o perfiles sin información.
Quería tener sexo, pero no me sentía cómodo en que fuera así, tan… instantáneamente, tan impersonal. Me obligué a tener encuentros sexuales casuales porque sí, porque era lo que se hacía, pero me sentía incómodo.
Yo quería conocer e interactuar con los chicos con los que quedaba. Para mí el sexo era una posibilidad, pero parecía que para el resto ese era el objetivo principal sin mucho más que pensar. (Ver: Nada más frágil que la masculinidad).
Seguí instalando y desinstalando Grindr con esperanza y desencanto. Me repetía constantemente que alguien tenía que querer algo más que solo tirar.
Surgió Tinder con una interfaz que prometía encuentros menos efímeros que Grindr. Funcionó por un tiempo, pero me parecía que para el “mundo gay” era más emocionante tener “matches muertos” que dedicarle tiempo a conversaciones interesantes que condujeran a un encuentro presencial, que a su vez pudiera convertirse en un polvo. También la desinstalé. (Ver: “Busco hombre acuerpado y cero plumas”).
Los días, semanas y meses fueron pasando, y yo me fui quedando sin sexo. Si quería tenelo, recurría a exparejas. En muchos casos no estaban disponibles o el interés ya se había perdido. En mis salidas esporádicas a bares gay el alcohol se había vuelto un catalizador obligatorio para tener acercamientos a desconocidos, pero nunca superaban un par de besos ebrios en la pista de baile.
A los ojos de muchos (y a los míos), ser gay significa poder echar polvos sin complique. Es suficiente con usar una aplicación, tener un par de condones… ¡y ya! Es muy simple. Pero yo no puedo. Simplemente no puedo. ¿Por qué?
Me frustré. En las palabras de un amigo cercano, yo había “fracasado” como gay.
Me gusta el sexo, lo he tenido y lo disfruto mucho… Con la excepción de que no puedo hacerlo con un tipo con quien llevo 20 minutos hablando a través de una pantalla, y tampoco estoy dispuesto a emborracharme solo con ese fin. Entonces, ¿qué me pasa?
Medité sobre mis encuentros sexuales. Me di cuenta de que hubo muy pocos que fueron fugaces. Dejando a un lado el “sexo borracho”, mis encuentros sexuales habían ocurrido con personas que conocía, chicos con los que había tenido citas y que eventualmente se habían convertido en amigos cercanos o parejas.
Leyendo blogs y publicaciones en Facebook, descubrí a los demisexuales, personas que no experimentan atracción sexual hacia otras personas a menos de que exista o se construya una conexión previa. La intensidad y naturaleza de esa conexión varía de persona a persona y puede ser intelectual, emocional, sentimental o romántica. Solo hasta cuando ese vínculo se ha dado ocurre el sexo.
Lo había descubierto: yo era demisexual. Aunque el concepto sigue siendo explorado, la característica más importante para el sexo es un requisito para mí: ese paso previo, el de esa conexión, ese vínculo preliminar. No tiene que ser un vínculo fuerte, como el de un noviazgo. Es más bien una polea que va empujándonos lentamente hacia el otro, tan cerca que el sexo se vuelve inevitable.
Entendí la demisexualidad no sólo como un rasgo de mi personalidad sino también como una herramienta de seducción que potencializa esos posibles encuentros, una combinación entre química y deseo que ineludiblemente desemboca en placer.
Al entender el concepto y darle mi propia interpretación me sentí seguro y empoderado, pero lo cierto es que ser gay y demisexual es, cuanto menos, extraño. Atribuyo esto a los roles de género de los que, incluso tan queer como me profeso, me es difícil desprenderme. (Ver: Queer para dummies).
Del hombre se espera que sea sexual sin peros y sin condiciones y yo simplemente no lo soy. Al menos no tanto o no “así”, tan desinteresado y casual.
En una sociedad donde la cultura de ligue reina, casi que es necesario “salir del closet” como demisexual. Al responder: “No. No tuve sexo con nadie” a las preguntas de “¿probaste extranjero? ¿qué tal tiran? ¿sí son buenos?”, hay miradas extrañas, silencios incómodos y juicios desatinados como si la decisión voluntaria de no tener sexo así, sin conexiones preliminares, fuera anormal. No faltan los “Ufff, yo no sé si podría tanto tiempo” o los “¿cómo aguantas?”, seguidos de los “¿para qué está Grindr?”.
Hoy tener sexo casual con citas esporádicas se convirtió en “lo usual”, mientras que no tenerlo se ha interpretado como que algo anda mal o en sinónimo de inestabilidad emocional o aversión sexual. Más allá de considerarme demisexual, esto es prácticamente irnos hacia el otro lado: pasamos de considerar al sexo como algo de lo que no se habla o un tabú, a volverlo casi que “el deber ser”.
No hay nada malo en tener mucho sexo con múltiples parejas, pero tampoco lo hay en no hacerlo -o hacerlo con menos frecuencia- consciente y voluntariamente.
Entonces, si ser gay es tener encuentros sexuales “grindrianos” periódicos o tener un par de condones “por si acaso” algo pasa con ese vecino en un ascensor, o hacer contacto visual con ese chico al otro lado del bar que sabes que quiere sexo, o aceptar sin mucha vacilación la invitación a un trío con desconocidos… Supongo que fracasé como gay.
Pero este “fracaso” más bien significa entender que la sexualidad no es estática ni uniforme, que los comportamientos sexuales varían en cada persona y que esto es algo que va más allá de la orientación sexual y de la identidad de género.
No por ser “hombres gais” (o mujeres lesbianas o personas trans) tenemos personalidades, preferencias o estilos de vida similares. Si bien compartimos una orientación sexual o una identidad de género, hay matices dentro de lo diverso y es allí, en la multiplicidad de cosmovisiones y de posibles rutas de vida, donde verdaderamente se pueden apreciar los colores del arcoíris.
Enlaces relacionados
Nada más frágil que la masculinidad
“Busco hombre acuerpado y cero plumas”
Soy gay… Pero masculino
A mí no se me nota
“Este no es un bar de locas”
Lesbiana, pero femenina
Joshua, me ha encantado tu artículo. Me siento identificado porque he tratado de usar esas apps y de encajar con ese estilo de vida y sí, el sexo me atrae bastante pero no me satisface sino hay un vínculo, una conexión basada en la confianza. Ahora es muy complicado encontrar quien piense o actúe así. Me ha costado encontrar un equilibrio en este sentido… Y leerte me ha ayudado a reflexionar nuevamente… Gracias.
Igualmente fracase como gay …no puedo acostarme con otro hombre si no hay un sentimiento de por medio ,tal vez por eso hoy a mis 53 años me encuentro solo aunque muy tranquilo