Reflexionar sobre la educación en género y sexualidad de mis hijos me ha permitido entender la indiferencia que tenemos quienes no nos sentimos discriminados por estos motivos. Mi propósito es enseñarles a vivir, no entre iguales, sino entre diferentes con inclusión y respeto.
Recuerdo el primer día de escuela de mi hija de tres años. Comienzo a hacer los preparativos para enviarla junto a su hermano de cinco. Todo trascurre en medio del caos propio de un día de invierno: chaquetas, morrales, loncheras, gorros y desayunos a medio terminar.
Después, haciendo mi mejor esfuerzo, empiezo a peinar a mi hija. Le hago una cola y le pongo un par de hebillas, de color azul frozen, a cada lado. Mientras estoy en esas, mi hijo me dice que las hebillas de él deberían ser naranjas porque es su color favorito, ante lo cual respondo con apuro: “no tengo naranja, solo rosado o azul frozen”.
Tras dos o tres segundos de reflexión me pregunta por qué sí hay hebillas de los colores que su hermana prefiere y no de los que a él le gustan. Entiendo, entonces, que mi hijo tiene razón en reclamarme: su pelo está más largo que el de su hermana y necesita de algo para arreglárselo. Queremos que lo luzca como él prefiera.
Mis hijos escogen la ropa en los tonos que les gustan y nunca hemos querido limitarles el uso de juguetes o de colores por el género, pero entre los entornos sociales, la familia y la publicidad, uno termina ahí lo quiera o no.
Estas experiencias cotidianas, al principio imperceptibles pero con el tiempo evidentes, me llevaron a reflexionar. A mí no me han vulnerado mis derechos en cuanto a género y sexualidad o por lo menos no como a otras personas.
Un día, incluso, me pregunté a qué grupo pertenecía y me ubiqué dentro de lo que la gente llamaría “la normalidad”: mujer casada, con hijos, madre tiempo completo por opción y condición socioeconómica media alta.
Al reflexionar y entender que estas características no anulan mi voz sino que la hacen más sincera, me di cuenta de que mis experiencias podrían ser útiles para otras personas que se sientan reflejadas en mis disyuntivas sobre cómo educar a los hijos respecto a temas de género y sexualidad.
Además, desde esta sincera perspectiva, creo que puedo contribuir a eliminar esa indiferencia que solemos tener las personas que no nos sentimos afectadas por ciertas circunstancias y preferimos mantener silencio e ignorar realidades que creemos no tienen nada que ver con nosotros.
Exclusiones imperceptibles
Entonces, comencé a explorar y, a medida que iba leyendo sobre estos temas, me fui dando cuenta de que, sin saberlo, yo también excluía los diferentes tipos de identidades que existen. Y lo hacía al intentar encajar las diferencias en el plano de la “normalidad”, haciéndoles un lugar entre los típicos dualismos: mujer/hombre, madre/padre, femenino/masculino.
Que las hebillas de mi hija sean rosadas y azules y que mi hijo no las tenga (y las prefiera naranjas) es una pequeña muestra de lo condicionados que estamos para clasificar, por género, todo lo que nos rodea.
Deberíamos ser libres de presiones en la elección de nuestra identidad que, además, puede ser dinámica. Se trata de aprender a vivir, no entre iguales, sino entre diferentes con inclusión y respeto.
He empezado a entender que las identidades no deben ser clasificadas y que las personas no deberían tener que dar una lucha diaria para ser reconocidas como son. La sociedad tiene la obligación de incluir, sin peros, a todas las personas sin importar su identidad de género, orientación sexual o estructura familiar.
Sin que los niños lo perciban, el entorno les va enseñando a clasificar”.
Ahora nos queda la tarea de aterrizar estas premisas y de esforzarnos para que puedan tener cabida en la cotidianidad y en la crianza de nuestros hijos, como en el uso de las hebillas y sus colores.
El manejo que les demos a momentos como ese, abrirán el camino para formar niños informados sobre género y sexualidad. Nuestra tarea como padres que decidimos educar a partir de la igualdad y la neutralidad de género pasa por interiorizar el tema y dar ejemplo por encima de los estereotipos con los que fuimos educados.
Por eso me parece importante compartir mis experiencias que, como lo dije, pueden parecer pequeñas pero que, en últimas, contribuyen a formar personas preparadas para vivir en comunidad sin clasificaciones jerárquicas que incentiven la desigualdad.
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