Ahora entiendo mucho mejor la teoría de los conjuntos que me enseñaron en el colegio: la nacionalidad, el género, la raza y la orientación sexual son los mejores ejemplos.
Haciendo una revisión de los 11 profesores de matemáticas que pasaron por mi vida, debo reconocer que no aprendí nada. En mi cabeza solo quedó un concepto después de todas las fórmulas que me atormentaron a lo largo de mis años estudiantiles, más los problemas reales con mi padre por no poder solucionar los problemas abstractos del Álgebra de Baldor.
Se trata de la teoría matemática que aplicamos por instinto, porque tenemos la tendencia a agrupar por similares, a clasificar según parámetros y formas: la teoría de los conjuntos.
Mi amigo mexicano Lalo vino unos días a Buenos Aires, invitado por la universidad de esta ciudad a participar de un congreso científico al que asistieron profesionales de toda Latinoamérica. Riéndose me contaba que apenas se presentó, los colegas de su mesa de trabajo empezaron a decirle: “aquí hay otra mexicana, ¡los mexicanos tienen que estar juntos!, ¡te la vamos a presentar!”.
Él agradeció el interés de los demás por hacerlo sentir “como en casa”, pero cuando se cruzó con su compatriota no surgió ninguna chispa. Solo llegaron a intercambiar sonrisas forzadas y posteriormente a evitarse durante todo el evento. La nacionalidad fue un argumento débil para crear la unión que los demás esperaban.
Aunque sé que con las mejores intensiones, muchos argentinos también han tratado de agruparme, como inmigrante, con personas con las que no me gusta integrar un conjunto y de quienes ya escribí en otra ocasión.
Pero la última vez que me encontré encerrada en una línea imaginaria con otro universo de individuos, fue hace poco cuando me crucé por la calle con alguien que me dijo: “ya te vas a volver a enamorar, conocerás a alguien en el bus, que será de tu país”.
Me quedé pensando en lo sorprendente que es escuchar eso aquí en Argentina, un país de inmigrantes que desde hace siglos vienen llegando de todas partes del mundo. Como si los vínculos entre las personas, en cualquiera de sus formas, amistad, amor o familia, estuvieran limitados geográficamente.
Sobre esta idea en particular, sobre el amor entre los que se consideran “potenciales parejas” o de los que se suponen idóneamente compatibles, hay un episodio de la serie de dibujos animados South Park. En él, Cartman se obsesiona con el objetivo de lograr que uno de sus amigos y la niña nueva de la escuela se enamoren, solamente porque los dos son negros.
¿A qué obedece esa tendencia, ese impulso de querer dividir y juntar en grupos?
Pertenencia y no pertenencia
Este criterio de ordenamiento y selección es el que algunos consideran mandamiento aplicable al amor y a otras relaciones.
Se tiende a dividir el universo en conjunto de hombres, conjunto de mujeres, unión entre masculinos y femeninos (de ser posible de las mismas nacionalidades, características físicas, intelectuales y económicas) y exclusión y diferencia para los distintos.
Así, se replica la fórmula en instituciones educativas, empresas, lugares públicos, familias, amistades: todo entre similares para no correr riesgos de resultados inesperados.
Pertenecer al conjunto, ser parte de la manada o ser miembro del clan tiene sus ventajas. Los elementos del conjunto se respaldan entre sí y suelen avalar los actos en contra de los que están afuera de él. Los diferentes que se quedan afuera, separados por un muro tan contundente como la línea de tiza que trazaban los profesores en el tablero.
La división se expresa con criterios claros:
“No puedes entrar porque eres negro”.
“No nos caes bien porque siempre haces las tareas”.
“Dios no te dejará entrar al cielo porque eres homosexual”.
“Después de esto, ya no eres de la familia”.
“Para ese cargo necesitamos a alguien que viva más cerca”.
Muchas veces he querido hacerme una camiseta con un ∉, el signo de la “no pertenencia”, porque hay algunos grupos de los que soy excluida… Pero a veces, pensándolo mejor, es más positivo no pertenecer a ellos.