Apuesto por una libertad de expresión amplia, crítica, entendida como un derecho humano, fundamentada en el sano debate de ideas y donde las personas LGBT no sean silenciadas.
Uno de los Derechos Humanos más apasionantes y complejos de defender es la libertad de expresión.
Reconocido en el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en el 4 de la Declaración Americana, en el 19 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos, en el 13 de la Convención Americana y en el 20 de la Constitución Política de Colombia, ha sido objeto de amplios debates sobre cómo debe ser protegido.
Es tal su complejidad que para su estudio y garantía cuenta con dos relatores: uno en las Naciones Unidas y otro en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Y bueno, las personas LGBTI tenemos una relación muy importante con este derecho, porque uno de los componentes fundamentales de lo que en Colombia se ha llamado el “libre desarrollo de la personalidad”, es el derecho a expresarnos públicamente.
Esto constituye toda una dimensión de los seres humanos: no se limita a lo que escribimos o decimos sino que incluye, por ejemplo, la expresión de género. En este sentido, existe una deuda muy grande con las personas LGBTI.
Quizás por eso, este año la campaña del Día Internacional contra la Homofobia y la Transfobia se enfocó en este derecho, llamando la atención sobre las limitaciones que al respecto enfrentan las personas LGBTI en África. Sin embargo, en América Latina aún resulta difícil expresar nuestras identidades sin ser objeto de agresiones por parte de algunos opositores, generalmente de corte religioso.
Otro aspecto fundamental de este derecho es permitir el acceso a la información pública. La CIDH expresó en su informe anual de 2001, que la libertad de expresión “… Habilita a la ciudadanía a un conocimiento amplio sobre las gestiones de los diversos órganos del Estado, permitiéndole acceder a información relacionada con aspectos presupuestarios, el grado de avance en el cumplimiento de los objetivos y los planes del Estado para mejorar las condiciones de vida de la sociedad”.
De esta manera se establece una relación recíproca entre Estado y ciudadanía. No es admisible una política de puertas cerradas en donde la gestión pública se convierta en una caja negra que no pueda ser abierta para posibles ajustes.
Otro aspecto importante de la libertad de expresión está relacionado con la defensa de los Derechos Humanos. La declaración sobre el derecho y el deber de los individuos, grupos e instituciones a promover y proteger los Derechos Humanos, señala en el artículo 6: “toda persona tiene derecho a conocer, recabar, obtener, recibir y poseer información sobre los Derechos Humanos y libertades fundamentales, incluido el acceso a la información en los sistemas legislativo, judicial y administrativo”.
Dicho de otra manera, si yo como ciudadano quiero saber cómo se protege el derecho a la vida, cómo se respeta el derecho al trabajo o se garantiza el derecho a la vivienda, debo contar con un Estado que sea de puertas abiertas para informarme y dialogar sobre la información que dé respuesta a las necesidades de las personas y al cumplimiento de las obligaciones que tiene en virtud de los tratados internacionales.
El plano normativo abre muchas puertas para que ejerzamos una ciudadanía plena. Vivir en una democracia nos debe animar a no sentir que llegamos a un punto final, sino saber que estamos en un proceso continuo de aprendizaje y construcción.
Como ciudadanos LGBTI, estamos empezando a participar de una manera más activa y eso implica múltiples retos: no quedarnos callados o conformes con los avances alcanzados, sino mantener una perspectiva de derechos hasta lograr cerrar esa brecha que históricamente creó la discriminación social, cultural, política e institucional, entre otras.
Pero hay un aspecto que no deja de preocuparme: ¿qué tan atravesados nos encontramos por la corrupción, la apatía, el desánimo y la violencia? Hemos tenido la dicha de nacer, vivir y crecer (y por desgracia para muchos, morir violentamente) en América Latina. Una tierra que se ha debatido entre la democracia y el autoritarismo, que ha sido saqueada por la corrupción y desangrada por la violencia. Y las personas LGBTI hemos sido testigos y víctimas de estos embates. ¿Cuánto de esto llevamos en el subconsciente?
Los debates que últimamente he visto me han demostrado que aún no asumimos la libertad de expresión como un derecho humano. Esperamos, seamos o no LGBTI, que esta libertad siempre sea santa, impoluta y poco crítica.
Yo apuesto por la defensa de la libertad de expresión, lo cual me enfrenta a instituciones que no están dispuestas a ser cuestionadas y a personas con intereses de por medio que necesitan deslegitimar la crítica, debido a que remueve bases fundamentales del status quo.
En la lógica de argumentación se encuentran las llamadas falacias o los argumentos que parecen ser válidos pero que no lo son. Y unas de las falacias más comunes son las “ad-hominem”. Estas se usan para desacreditar a quien se expresa y no las ideas o los argumentos que emplea esta persona.
Un ejemplo: “esa persona es resentida y trae algo entre manos, por eso lo que dice es mentira”. Y claro, se acaba la discusión porque fue llevada al plano personal y el debate se degradó.
Yo apuesto por una libertad de expresión amplia, fundamentada en información, en debatir ideas y no personas, basada en conversar y no en gritar y en donde la ciudadanía LGBTI pueda hablar, finalmente, con voz alta.
La deuda en Derechos Humanos es grande. Por esto, cada vez que un funcionario público se anime a trabajar por nosotros y nosotras, debemos tener claro que no hace un favor, sino que cumple con su obligación. Su actuar no amerita aplausos sino apoyo y, sobre todo crítica, para contribuir a mejorar los procesos y a una mejor garantía de los derechos.