Lola Dejavu estuvo cerca de ser médica pero la discriminación se lo impidió. La violencia que ha vivido por ser mujer trans y trabajadora sexual también le dejó una discapacidad y un desgaste físico y emocional que fueron el motor para que hoy sea una destacada activista mexicana.
Un minuto menos de discriminación y Lola Dejavu sería médica. La escena es esta: Lola va corriendo por una calle de Guanajuato, México, huyendo de unos policías que la persiguen. En medio de la persecución, Lola ve un hueco enorme en donde se está construyendo un gran hotel y se lanza al vacío. Cae de pie. Se fractura una pierna.
Vamos, ahora, unas semanas antes de que esto ocurriera. Lola está ejerciendo el trabajo sexual, la única opción laboral que encontró cuando a los 15 años tuvo que irse de su casa por ser una mujer trans. Por ser trans y por ejercer el trabajo sexual, la policía la llevó a la cárcel donde la detuvo una semana. (Ver: Cristina Rodríguez: mujer orgullosamente trans).
El día en que salió ocurrió la siguiente conversación:
– ¿Usted cuántos años tiene?- le preguntó un juez.
– 15 – respondió Lola.
– A usted no la debieron detener – dijo el juez.
– Pero usted fue el que firmó la orden – señaló Lola, mientras le veía la cara de “metí la pata”.
– Ponga una denuncia en contra de los policías que la detuvieron – le dijo el juez, señalándole la oficina donde podía hacerlo.
Lola Dejavu Delgadillo Vargas es secretaria y tesorera en Agenda Nacional Política Trans de México y directora nacional del Movimiento de Trabajo Sexual de México.
“El trabajo sexual es una especie de identidad. De igual manera que un médico o un abogado, así no se ejerza, uno no deja de ser quien es”, Lola Dejavu.
“Ese juez me puso la cruz encima”, asegura Lola, porque los policías a los que denunció, quienes arbitrariamente la detuvieron, la cogieron entre ojos. “Se hicieron pasar por clientes, me violentaron y me violaron”. En medio de esa situación, Lola logró escapar y salir corriendo. Cuando la iban a alcanzar, fue cuando se lanzó al hueco donde estaban construyendo cuatro pisos de parqueaderos subterráneos del gran hotel. Ahí es cuando cayó y se fracturó la pierna. Los policías pensaron que estaba muerta y se fueron.
Lola sabía que la ayuda no llegaría, así que con los huesos de la pierna afuera, se fue a un hospital. El médico que la recibió le dijo que allí no atendían gente como ella, que por favor se fuera. Como en ese momento Lola estaba estudiando una carrera técnica en enfermería y para ser laboratorista clínica, lo resolvió sola como pudo. (Ver: Chao prejuicios).
Después de esa experiencia decidió viajar a otro estado, Michoacán. En Morelia, su capital, le revisaron la pierna. “Tenía una fractura y una luxación, lo que implicaba abrir para poner tornillos y clavos. No lo hicieron, solamente me enyesaron”. Por eso su discapacidad le avanzó al punto de que debe usar bastón y pasar noches enteras sin dormir a causa del dolor.
“El dolor es parecido a cuando uno se pega en el dedo chiquito del pie, pero todo el día. Mucha gente piensa que soy brava, pero no, solo que tengo que vivir con este dolor todo el día. Antes aguantaba más porque me la pasaba en la calle con alcohol y drogas porque ni las pastillas ni las inyecciones me hacían efecto”.
Cuando todo eso sucedió, Lola no tenía relación con su familia. “Algo que tenemos muchas personas trans es que cuando pasamos por este tipo de situaciones, lo menos que queremos es que nuestra gente sepa, para evitarnos las típicas frases: ‘eso te pasa por el tipo de vida que llevas’ o ‘te lo buscaste’. Por eso, en muchos casos nuestra familia son nuestras compañeras de trabajo”. (Ver: “Dejemos de decir que no queremos hijos LGBTIQ”).
Lola decidió estudiar medicina en Morelia. ¡Por fin habría una médica que sí atendería a las personas trans! La meta era poder estudiar sin ejercer el trabajo sexual, viviendo en un albergue. Pero de allí tuvo que salir cuando dijeron: “no más lesbianas ni gais ni trans acá”. Entonces, los fines de semana se iba a otras ciudades o estados a ejercer el trabajo sexual para poder continuar con sus estudios.
Pero la historia se repite. Un operativo de la policía. Retienen a todas sus compañeras. Lola decide ir al Instituto de Justicia a preguntar por ellas. La encarcelan. A esto se suma que los medios de comunicación publican: “detenida banda de homosexuales, rateros y drogadictos”.
Cuando fueron a tomarles fotos, Gaby, una amiga suya, le dijo: “si por alguna de estas fotos me reconocen, me pueden matar”. Entonces, Lola le propuso que se escondiera detrás de ella. Gabriela se ocultó, pero como en el piedefoto de la noticia decía: “en el medio, el homosexual Gabriela, que tiene Sida”, mucha gente pensó que Lola era Gabriela y recibió una nueva ola de violencia.
“Una de las premisas primordiales en la búsqueda de derechos es que cada quien puede hacer con su cuerpo lo que quiera”, Lola Dejavu.
“Si yo voy con ropa relajada, el pelo recogido, sin aretes y me quiero subir al vagón de mujeres del metro, me van a violentar. Esa es nuestra realidad”, Lola Dejavu.
En ese momento, ella estaba preparándose para presentar los exámenes finales de su carrera para irse a hacer la residencia, el internado y el servicio social y graduarse de médica. Pero con toda la violencia que recibió, no pudo asistir a tres días de exámenes. Cuando pudo, llegó a la universidad a ver qué alcanzaba a presentar, pero se encontró en toda la universidad con fotos agrandadas de las noticias donde ella aparecía, mientras la gente la señalaba. Se dio la vuelta y jamás regresó.
Tuvo que retomar el trabajo sexual, labor que ejerció durante 25 años. Cada vez le resultaba más difícil por su discapacidad, pero aún si le hace falta dinero para comer, lo ejerce. “No es fácil conseguir empleo para una mujer trans con discapacidad, que está por los 40 años”.
Otra de las discriminaciones que Lola vivió cuando estudiaba medicina, fue cuando le dijeron: “aquí el uniforme para los hombres biológicos es pelo corto, corbata y traje”. Y como Lola quería ser médica, con mucho dolor se cortó su pelo ondulado hasta la cintura. “Era una mujer disfrazada de hombre”, dice.
Desde los cuatro años Lola supo que era una mujer, así tuviera un nombre masculino y la gente esperara que jugara con balones y carritos. Más grande supo que no era gay, así le gritaran “mariquita”. “Siempre supe que era heterosexual porque soy mujer y me gustan los hombres”. La palabra “trans” la vino a conocer de adulta, a los 25 años, en encuentros de trabajo sexual en Ciudad de México. (Ver: Orgullosamente trans)
Como Lola era técnica en enfermería, laboratorista clínica y tenía estudios de medicina, cuando en esos espacios les hablaban de “las cepas del VIH” muchas de sus compañeras le preguntaban: “¿qué es cepa?”. Ella les explicaba de la manera más sencilla posible.
De una organización que lideraba esos encuentros le propusieron que les apoyara para que los contenidos que estaban creando para trabajadoras sexuales fueran fácilmente comprensibles. Lola recibió el material y mientras iba leyendo sobre identidades de género dijo: “yo soy una mujer trans”. Pero nada cambió. Solo le puso un nombre a lo que ya sabía. Una transición oficial de género nunca hubo. Desde hacía mucho había adecuado su forma de vestir a como le gusta.
Lola nació en 1979 en una familia cristiana, hija de un padre ferrocarrilero. Sus papás no tenían claro si era “él” o “ella” porque nació con el síndrome de Klinefelter, o con un cromosoma X adicional, una forma de intersexualidad. “Como en esos casos, lo usual arbitrariamente era preguntarles a los papás: ¿quiere que sea niño o niña?”. Ellos optaron porque fuera Rubén. (Ver: “Me liberé del género”).
Hace unos años la mamá de Lola le preguntó: “¿cuándo te vas a casar? Vi por las noticias que la gente como tú ya se puede casar y adoptar hijos”. La respuesta de Lola fue: “Madre tengo nueve hermanos, 25 sobrinos. Es suficiente”.
Hasta los seis años de edad, Lola vivió en Matamoros (Tamaulipas), en la frontera con Texas. Estudió en un jardín infantil en Brownsville, bilingüe, pero con énfasis en inglés. Así que cuando su familia se trasladó a Guanajuato llegó hablando inglés, lo que se convirtió en la primera causa de bullying. “Este se siente gringo”, le decían.
Más grande le llamaban “Pablito Ruíz” a manera de insulto porque desde que era un niño se daba por hecho que este cantante argentino era gay. “Yo tenía las pestañas muy largas pero me las cortaba porque hasta por eso me molestaban”. Y por su formación cristiana, asumía que debía poner la otra mejilla. Perdonarlos. (Ver: Bullying escolar LGBT: más fuerte y dañino).
Hasta los catorce años Lola fue una persona muy introvertida. “No tenía tantos amigos hombres porque no me identificaba con lo masculino. Y como pasa en muchos países de Latinoamérica, que un niño se junte con niñas ya es motivo de señalamientos y violencias. Era el mariquita. Entonces, me dedicaba a mis estudios”.
Pero fue en el colegio donde Lola empezó a conocer compañeros gais y a reunirse con ellos por fuera del entorno escolar para sentirse libres por un rato. En el parque donde se encontraban Lola empezó a maquillarse y a ver de cerca el trabajo sexual.
Pero un día, un canal local de televisión hizo una nota sobre el supuesto “aumento de la homosexualidad en la ciudad” con una cámara escondida que la registró. El día en que salió la nota que hablaba, con el amarillismo de siempre, de “homosexuales prostituyéndose, drogándose y peleándose”, su papá estaba comiendo mientras veía las noticias. (Ver: Lo que le falta al periodismo para ser más “LGBT friendly”).
“Nos presentaban peor que cualquier capo. Y en primer plano salí yo maquillándome”. Empezaron a discutir hasta que Lola tuvo que irse de la casa a donde una amiga que ejercía el trabajo sexual. Ella le dijo: “quédate acá, pero a los tres días el muerto y el arrimado apestan”. Ahí fue cuando Lola empezó en el trabajo sexual. Tenía 15 años.
En ese entonces los operativos de la policía se enfocaban en las mujeres trans. “Éramos alrededor de 15 trabajando en una calle a las que nos golpeaban y nos violaban. En los lugares de detención nos metían en las celdas con quienes se habían peleado en la vía pública o con los borrachos que estaban armando problemas. La única forma de evitar esto era que si había un accidente por las calles, uno ayudara a recoger todo y a limpiar la sangre”.
La relación con su papá cambió una noche en la que él le dijo que por su trabajo como ferrocarrilero había recorrido Latinoamérica y que al lado de muchas estaciones de trenes, había zonas de trabajo sexual. “He conocido a mucha gente como tú”, concluyó él, un pastor evangélico que empezó a aceptar en su casa a jóvenes LGBTIQ echados de sus casas. También apoyaba espiritualmente a personas en fase terminal de VIH. (Ver: Camilo Colmenares: la música me salvó la vida).
Fundó más de cuatro iglesias. En la primera dijo: “si no van a aceptar a mi hijo como es, entonces este no es un lugar de Dios, porque Dios es amor y ama a todos por igual”. En algún momento de su vida compró sus servicios funerarios y cuando murió, en enero de 2021, su familia se dio cuenta de que los había donado años atrás a dos chicos que habían fallecido de VIH. (Ver: Ernesto Barros Cardoso: la historia de un pastor transgresor).
“Nos detenían hasta setenta y dos horas si uno tenía con qué pagar y una semana si no había con qué. Si uno pagaba el doble, nos dejaban 36 horas, pero siempre nos retenían”, Lola Dejavu.
“El ‘borrado de las mujeres’ del que hablan algunas feministas por incluir en la búsqueda de la igualdad a las mujeres trans y a las personas no binarias, es una mala interpretación de la inclusión. Ellas no ven esto como avance sino como una pérdida de terreno para ellas”, Lola Dejavu.
Lola podría definirse como una mujer atea, pero con los dos últimos sismos en Ciudad de México recordó que era cristiana. “Ni siquiera las veces que me quisieron asesinar en la calle me acordé de Dios, solo en los sismos”. En general, se lleva muy bien con Dios, pero no con sus fanáticos. “Tampoco quiero formar parte de instituciones machistas, homofóbicas ni transfóbicas”. (Ver: Qué es el fundamentalismo religioso y qué implica realmente).
A toda la violencia que ha vivido, a Lola le cuesta creer que ahora se sumen mujeres que se dicen “feministas”, pero que niegan las identidades trans, a quienes les parece que hablar de “mujeres, personas no binarias y trans” es “borrar a las mujeres”. (Ver: Gloria Careaga: el feminismo transformó mi vida).
“Nosotras no nacimos de un huevo ni por generación espontánea. Yo tengo cinco hermanas, mi mamá, mis cuñadas, mis sobrinas, hasta sobrinas nietas tengo ya, ¿será que voy a querer quitarles los derechos a ellas? Lo que menos quiero es que mi propia familia viva violencia”. (Ver: Qué es el transfeminismo en América latina).
Según Lola, a las feministas que niegan las identidades trans no les interesa la inclusión sino que temen perder su poder, su estatus. La mayoría de estas mujeres, dice, tienen una estructura económica y académica sólida y están posicionadas en sus espacios.
“Nosotras buscamos nuestros propios espacios para reivindicar nuestros derechos y exigir el respeto que merecemos. Yo no tengo por qué aguantar que la gente me esté violentando, niegue quién soy o decida hacia dónde tengo que ir o lo que tengo que hacer. La mayoría de nuestras compañeras ni siquiera tiene acceso digital para participar en encuentros donde abordan nuestros derechos. En esas actividades podemos participar una o dos de nosotras frente a 500 transodiantes”.
Es un feminismo, agrega, que va de la mano con el abolicionismo del trabajo sexual. “Pero nosotras, como cualquier persona, tenemos derecho a utilizar nuestros cuerpos como herramienta de trabajo, y sobretodo, tenemos derecho a sobrevivir”. Según Lola, ya es hora de que el trabajo sexual se regule para que quienes lo ejerzan puedan hacerlo con seguridad y se eviten delitos como la trata de personas y la explotación sexual infantil.
Por ahora, dice, ya tiene suficiente desgaste con todo lo que enfrenta a diario como para discutir con mujeres que niegan las identidades trans. “Estamos todo el día atendiendo casos de ‘me golpearon’ o ‘me pasó esto y lo otro’, para además entrar en discusiones donde no vamos a llegar a ningún lado”.
“A esto se suma que en la mayoría del país siguen presentándose violencia policial y extorsiones a las trabajadoras sexuales. El trabajo sexual es la caja menor de muchos policías. El negocio de no reconocer el trabajo sexual es muy grande. Y si nos golpean, secuestran o matan, la Policía no hace nada”.
“Antes nunca me dejaba ver sin chaqueta o sin un saco con mangas porque me daba mucha pena mostrar mis brazos velludos, pues para mucha gente esto no es femenino”.
“Existen muchos estereotipos sobre ser mujer como casarse con un hombre y tener hijos. Yo he tenido novios y amigos sexuales, pero me siento bien como estoy. Si quiero sexo busco con quien y se acabó”.
En Aguascalientes, dice, hay un una zona donde hay que pagar alrededor de 800 pesos (más o menos 40 dólares) para poder ejercer el trabajo sexual. En Guanajuato, la persona que revisaba el área vaginal y anal de las trabajadoras sexuales era un veterinario. “Cuando nos quejamos en derechos humanos lo cambiaron y nos pusieron a un dentista técnico. Entonces, ya no nos trataban como animales sino como si tuviéramos dientes en otras partes del cuerpo”.
Además, muchos municipios mexicanos incluyen en sus leyes las “faltas a la moral” que permiten que un policía pueda sancionar o detener a una persona según su criterio. Por ejemplo, si para él es una falta a la moral que una mujer trans lleve condones en la cartera o que una pareja del mismo sexo se dé un beso, puede detenerlas argumentando que tienen un “rayo homosexualizador” que convierte a todo el mundo en homosexual. (Ver: Ser LGBT no se aprende ni se impone, se vive).
En últimas, dice Lola, si hay personas que no están dispuestas a reconocerla como es, un ser humano, que simplemente la ignoren. Eso ya sería una ganancia. “De hecho, eso es lo que muchas personas trans buscamos: diluirnos en el tejido social y que nos dejen vivir”.
Enlaces relacionados
Cristina Rodríguez: mujer orgullosamente trans
Cuando la pandemia aprieta: Alejandra y la desatención a las vidas trans
El género desde una perspectiva trans
Brigitte Baptiste, una navegante del género
El género existe y no es una ideología
Conocer personas trans
“¿Cómo es tu nombre real?” y otras preguntas impertinentes
La libertad de ser quien uno es
El decreto para el cambio de sexo: un paso más para las personas trans
Diferentes formas de ser trans
¿Nacer en el cuerpo equivocado?
El renacer de Eliana
Los retos de la población trans
Marcha ¿al desnudo?