Esta reflexión nace de un intento por entender mi forma de ser. Se trata de revisitar un episodio de mi pasado para entender al adulto gay que hoy soy.
Hasta los once años me gustaba bailar y cantar. En primero de primaria, vestido de frac, me subí a una tarima y participé en un festival de la canción del colegio. (Ver: “Está bien salirse de la heterosexualidad obligatoria”).
En tercero de primaria, bailé el San Juanero, en cuarto, una canción de rock & roll de Elvis Presley y, en quinto, con pantalón y camisa blancos, sombrero vueltiao y pañoleta roja, meneé mis caderas al ritmo de una cumbia.
Todo cambió en mi primer año como bachiller, cuando la homofobia no me permitió expresarme más y se convirtió en un obstáculo para poder ser realmente yo. (Ver: Bullying escolar LGBT: más fuerte y dañino).
Ese año, junto a un grupo de amigos hicimos una coreografía, frente a todo el colegio, de Y.M.C.A., la famosa canción del grupo The Village People.
En ese entonces éramos unos niños entre los once y los doce años y no sabíamos que era una especie de himno gay. Simplemente nos gustó y nos pareció divertida. (Ver: El bullying por homofobia debe salir del clóset).
“La homofobia no me permitió expresarme más y se convirtió en un obstáculo para poder ser realmente yo”.
“Las burlas venían acompañadas de gestos homofóbicos. Eran, en realidad, un ‘allá van los maricas‘”.
Sin embargo, desde ese día un grupo de alumnos más grandes que nosotros comenzaron a gritarnos, por los pasillos del colegio, “allá van los Village People”. Yo no entendía por qué. (Ver: Bullying y homofobia en el colegio: hablamos mucho pero hacemos poco)
En medio de nuestra inocencia tradujimos al español las palabras, lo que resultó en un “gente del pueblo”. No tenía ningún sentido. Pero entendíamos las burlas que venían acompañadas de gestos groseros y homofóbicos. Esas palabras eran, en realidad, un “allá van los maricas”. (Ver: Bullying: ni inofensivo ni normal).
Odiaba que nos llamaran así, pero nunca me atreví a decir nada ni en el colegio ni en mi casa. Ese año mi mamá y mi papá se estaban divorciando y no quería causarles otra preocupación, así que permanecí en silencio. (Ver: “La vida y Dios me premiaron con un hijo gay”).
Desde ese entonces comencé a hacer parte del grupo de estudiantes que recibíamos burlas por cuenta de nuestra orientación sexual, situación que me acompañó hasta el día en que me gradué.
Debo confesar que no fui el que más sufrió. Pienso en casos de personas que la pasaron peor porque no tenían miedo a mostrar su orientación sexual y a desafiar las masculinidades hegemónicas, aunque hacerlo les trajo consecuencias. Uno de ellos era un amigo cercano que no la pasó nada bien.
En mi caso sentía que no tenía la misma libertad de otras personas para tomar decisiones, pues tenía que esconderme constantemente y comencé a notar varios cambios en mí. Hablaba poco y no quería sobresalir en nada. Quería ser invisible.
Nunca más volví a cantar ni a bailar porque, para mí, eran dos actividades que me exponían a burlas y a comentarios que me dolían. Yo sabía que era homosexual, pero no quería que usaran mi orientación sexual para hacer chistes sobre mí. (Ver:¿Y si no tuviéramos que decir que somos homosexuales?).
Había tenido suficiente con la coreografía y, tiempo después, con los comentarios que me ganaba por ser un hombre al que no le gustaba el fútbol. Así que decidí que el estudio y los libros serían mi refugio y opté por un silencio que sentí protector.
“Sentía que no tenía la misma libertad de otras personas para tomar decisiones, sino que tenía que esconderme y comencé a notar varios cambios en mí. Hablaba poco y no quería sobresalir en nada. Quería ser invisible”.
“Pensaba que lo único que verían en mí era un niño gay y, en ese entonces, en mi cabeza la ecuación era: homosexual=motivo de burla”.
Ese silencio me volvió supremamente tímido e inseguro. Lo poco que decía lo pensaba dos o tres veces. Relacionarme con otras personas me daba miedo, pues sentía que todas estaban allí para juzgarme.
Pensaba que lo único que verían en mí era un niño gay y, en ese entonces, en mi cabeza la ecuación era: homosexual=motivo de burla. Años después entendí que, aunque algunas personas querían conocerme, yo estaba tan cerrado a esa posibilidad y tenía tanto miedo, que no les permití hacerlo. (Ver: “La familia y la escuela, donde más se vulneran los derechos de niños y niñas”).
Esta situación me hizo tomar malas decisiones durante el bachillerato. En el colegio en el que estudiaba, una vez llegábamos a décimo grado, nos permitían escoger entre dos opciones.
En la primera, había un mayor énfasis en materias como trigonometría, cálculo, física y química. En la segunda, el énfasis era en filosofía, literatura, fotografía, teatro, música y pintura.
A pesar de que no me llevaba bien con los números, tenía tanto miedo de expresarme y de mostrar mi verdadero yo, que me fui por la primera, la que estaba más alejada de mis intereses. Pensé que, si escogía el que para mí era un camino aburridor, menos probabilidades habría de mostrar mi verdadero yo.
A veces me siento ridículo de solo pensarlo. Pienso que aquello que viví, con ojos de adulto, parece una idiotez y algo ínfimo frente a casos de acoso que terminan en suicidios de las infancias LGBTIQ. (Ver: Dos años después, Sergio Urrego vive).
Pero luego entiendo que esa parte de mi vida, de mi personalidad y de mi intimidad que hice a un lado y que me esforcé por esconder, es la raíz de algo que le hizo daño al niño que fui y que hace parte del adulto que soy. (Ver: “A mi yo de 12 años le diría: eres perfecta como eres”).
Otras veces me enojo conmigo mismo y me hago preguntas que son difíciles y hasta imposibles de responder: ¿Cuántas canciones dejé de cantar y bailar?, ¿cuántas veces quise ser otra persona?, ¿cuántas fiestas y posibles amistades me perdí?, si hubiese sido fiel a mí mismo, ¿hoy mi vida sería diferente?
Hace poco escuché un pódcast con la escritora Alana Portero en el que dijo lo siguiente: “Una tiene derecho para ser un bicho raro, siempre y cuando permanezca sumisa, mediocre y no se atreva a brillar por luz propia”. (Ver: Yo era rara por principio).
Y sí, yo llegué a sentirme como un bicho raro y otras personas eligieron no dejarme brillar. Yo, infortunadamente, no tenía las herramientas para no permitirlo y, en el colegio, los profesores y otros adultos que supuestamente deben protegerte, tampoco lo vieron. O tal vez lo vieron y nos les importó. (Ver: Así vivió la pandemia la juventud LGBTIQ de Colombia).
Este ejercicio de revisitar episodios del pasado puede parecer agotador porque el tiempo no se puede devolver, pero me ha servido para tratar de entender las inseguridades que aún me acompañan en mi vida adulta y que están relacionadas con lo que viví siendo un niño y con mi orientación sexual. Pero, sobre todo, me ha servido para sanar heridas que no era consciente de que tenía. (Ver: Sí, todo mejora).
“Yo llegué a sentirme como un bicho raro y otras personas eligieron no dejarme brillar. Yo, infortunadamente, no tenía las herramientas para no permitirlo”.
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En nuestro Perú y el mundo.Se respeta las Acciones y Desiciones a tomar. El que quiere ser algo en el futuro lo es .Pero sabiendo controlar sus acciones a realizar y públicamente,Pero no con escándalos,peleas,y acciones dónde no se respeta ni se Valora la Dignidad de la persona.
Ya E ,E U ,U, los sacan del país .
Cuál va ser el destino de todas esas personas