El feminismo no plantea que las mujeres son superiores a los hombres ni aspira a una jerarquía que genere nuevas exclusiones. Mucho menos es la otra cara del machismo. Por el contrario, es su antídoto pues lucha por la igualdad de todas las personas.
El 23 de diciembre Antonio Caballero publicó en la Revista Semana “Acoso II”, la segunda parte de una columna en la que aborda el acoso y el abuso sexual.
En esta, Caballero se niega a escuchar las muchas y pertinentes críticas que tanto hombres como mujeres han hecho sobre sus opiniones acerca del tema.
De hecho, desatinada y tercamente, insiste en que el acoso sexual no tiene nada que ver con el abuso sexual “criminal”, equipara falsamente feminismo con machismo e intenta tapar el sol con las manos al afirmar que actualmente “el trato entre hombres y mujeres es entre iguales“. (Ver: Feminismo: lo que se dice vs. Lo que es).
Esto lo lleva a afirmar que denunciar el acoso sexual en Nueva York o Washington equivale a mero “victimismo de mujeres exageradas y oportunistas”.
Caballero trivializa la conversación al reducir la violación a simple “mala educación”.
Estos argumentos no son nuevos. De hecho, forman parte de una larga lista de estrategias y falacias a través de las cuales se pretende banalizar y desoír los reclamos del feminismo con el objetivo de afianzar y justificar la desigualdad entre hombres y mujeres. (Ver: Feminismo: de dónde viene y para dónde va).
Por eso es importante revisar con detenimiento algunos de los puntos expuestos por Caballero para aclarar confusiones e invitar a una conversación más informada no sólo sobre acoso y abuso sexual, sino también sobre la relación de estos con el feminismo y el machismo y, sobre todo, con nuestras vidas cotidianas.
Vayamos por partes. Caballero insiste en separar lo que él llama “manoseos indebidos” de “violación criminal” argumentando que los “manoseos” que sufrimos las mujeres no tienen nada que ver con casos de abuso sexual como los perpetrados por Harvey Weinstein o las violaciones de niñas y mujeres en Afganistán o Nigeria.
Este raciocinio tiene varios problemas. El primero y más evidente es que Caballero se niega a nombrar las cosas por su nombre recurriendo a eufemismos que pretenden negar la violencia de género que permite y justifica el acoso y el abuso sexual.
¿Mala educación?
Eructar en la sobremesa familiar es un acto de “mala educación”, pero agarrarle los senos a una mujer en un espacio laboral o pedirle un masaje a cambio de beneficios profesionales es acoso sexual.
Así, lo que Caballero llama “manoseos indebidos” son conductas tipificadas como “acoso sexual”. Dependiendo de su violencia y frecuencia, pueden constituir “abuso sexual” y, en ambos casos, son delitos bajo la ley colombiana y la de muchos otros lugares del mundo.
Pero esto no siempre fue así. El término “acoso sexual” y su carácter jurídico son relativamente recientes. Datan de los años 70. Antes de eso, la posición de Caballero era el estatus quo.
Es decir, se asumía que los “toqueteos” y las relaciones sexuales no consentidas eran parte de la “naturaleza” del trato entre hombres y mujeres y no existían recursos sociales ni legales para denunciarlo o detenerlo.
El acoso, el abuso y la violación son actos criminales bajo la ley.
Esto empezó a cambiar en los años 70. En 1973 el concepto “acoso sexual” apareció por primavera vez en un informe oficial del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) sobre violencia de género y, en 1975, un grupo de feministas de la universidad de Cornell lo usó y popularizó en sus marchas y actividades.
Hoy se conoce como “acoso sexual” a la intimidación o coerción de naturaleza sexual o a la promesa no deseada o inapropiada de recompensas a cambio de favores sexuales (según la definición de la Organización Internacional del Trabajo) que millones de mujeres vivimos en los espacios laborales, educativos, públicos e incluso familiares.
Pese a que personas como Caballero todavía piensan que el término es innecesario y quizás hasta redundante pues ya tenemos otros como “coqueteo”, “cortejo”, “galantería” o simplemente “ambiente laboral”, la introducción jurídica de este concepto y su popularización son una de las principales victorias del feminismo.
Finalmente hizo visible un tipo de violencia sufrido en su inmensa mayoría por mujeres y desnaturalizó este comportamiento haciéndolo reprochable e incluso punible.
Hay que decirlo claro: los “manoseos indebidos” de la columna de Caballero son acoso sexual y su causa no es la “mala educación” de algunos señores, sino la cultura sexista que hace pensar que las relaciones entre hombres y mujeres (sean de carácter laboral, romántico o sexual) están necesariamente atravesadas por el dominio del hombre sobre la mujer.
Respeto, no sumisión
Más aún, afirmar que acabar con el acoso y el abuso sexual llevaría a la “desaparición de las relaciones amorosas, y sí, sexuales, entre los varios sexos” es una idea sexista pues asume que las relaciones de pareja y en especial los procesos de seducción y la sexualidad misma, son intrínsecamente asimétricos y están basados en el dominio y la sumisión.
Seducir no es someter y liderar no es subordinar. Las relaciones laborales, románticas y sexuales entre las personas deben ser siempre respetuosas y consentidas, sobre todo cuando hay un desbalance de poder (entre jefe y empleado, profesora y estudiantes, adultos y niñas, etc.).
Afirmar lo contrario es naturalizar el acoso y el abuso lo cual abona el terreno para la perpetración y exculpación de crímenes más violentos como la violación.
El romance, las relaciones sexuales y la vida de pareja pueden y deben construirse desde el respeto y el placer mutuo: desde la equidad.
Por eso, la distinción que establece Caballero entre “manoseos indebidos” y “violación criminal” no se sostiene pues los dos son crímenes y están profundamente relacionados. Su diferencia es de gradación y no de esencia.
El acoso sexual forma parte de la cadena de violencia de género que va escalando hasta llegar a la violación o al feminicidio. Nadie empieza violando o asesinando mujeres. (Ver: Feminicidio: crónica de una muerte anunciada).
Esos crímenes se construyen a través de años de vivir en una cultura que subvalora a las mujeres, plantea su subordinación como natural y necesaria y castiga (social, física, sexual e incluso jurídicamente) a quienes se atreven a cuestionar dicho orden.
Sin embargo, afirmaciones como estas son bastante comunes y están sustentadas en dos estrategias muy eficaces del sexismo y otros sistemas de poder como el racismo o la heteronormatividad. (Ver: La obligación de ser heterosexual).
En otras palabras, hacer de quien denuncia y no de la situación o del perpetrador, el “problema” y, en caso de que haya algún reconocimiento de responsabilidad, presentar el hecho como “un caso aislado”. Es decir, como una cuestión individual o, como lo llama Caballero, una “forma de ser”.
Esta idea hace que el problema no sea el acoso y/o abuso sexual sino “las mujeres quejosas” que lo denuncian y minimiza la gravedad de la situación al presentarla como una cuestión que, si acaso, requiere un manejo individual (terapia, prisión, etc) y no la transformación sociocultural profunda por la que aboga el feminismo.
No es una forma de ser
Decir que el machismo es una “forma de ser” o una característica de la personalidad como ser “perezoso”, “trabajador”, “optimista” o “impuntual” implica individualizar y minimizar un problema estructural muy grave.
Esto impide emprender los cambios que realmente desestabilizarían los sistemas de poder basados en la diferencia sexual. Además, resulta increíblemente rentable al promover la industria de la “autoayuda”, el coaching empresarial y las corrientes de un “pseudofeminismo neoliberal” que promueve la imitación y el perfeccionamiento de las estrategias y habilidades de la dominación masculina como una forma de liberación.
Este mal llamado feminismo, al estilo de la directora operativa de Facebook Sheryl Sandberg, propone cambios en el comportamiento y la mentalidad de las mujeres para “lograr el éxito”, definido este en términos machistas.
Asimismo, calla sobre las situaciones estructurales que impiden a muchas personas (en su mayoría mujeres) acceder y mantenerse en la fuerza laboral como recibir una educación de calidad y acceder a anticonceptivos. Y sí: también estar en un ambiente libre de acoso y abuso sexual.
Otras versiones de esto se escuchan en la vida diaria. En muchos contextos a las mujeres se nos responsabiliza de la violencia de género que sufrimos.
Si nos acosan, nos golpean o nos violan se nos recomienda no salir en la noche, no caminar solas (lo cual quiere decir sin un hombre o ¿acaso alguien le dice a un grupo de hombres que están “solos” por no ir con ninguna mujer?). (Ver: ¿Ustedes vienen solas?).
También no vestirnos de cierta manera, sonreír más (o menos) o no beber, en vez de educar a los hombres en el respeto y enseñarles que la diferencia entre el acoso sexual y la seducción es el consentimiento.
Si denunciamos se nos acusa, como lo hace Antonio Caballero, de exageradas, “quejosas” y de “victimismo”.
Ahora, denunciar no es (re)victimizarse. Por el contrario, quienes nos revictimizan y pretenden despojarnos de validez son las personas como Caballero que niegan nuestra experiencia y nos recomiendan “coexistir pacíficamente con el machismo”.
Las mujeres sobrevivientes de acoso y abuso sexual que están rompiendo el mandato de silencio que nuestra sociedad impone no se están revictimizando.
Señalar la violencia sufrida no quiere decir que quienes lo hacen no sean incapaces de afrontar y transformar su situación. Pero esto no puede servir como excusa para responsabilizar a las mujeres por el acoso o la violencia sexual padecida, negando, como hace Caballero, que en la gran mayoría de situaciones decir “no” o frenar el acoso o el abuso sexual nos puede costar la familia, la carrera o la vida. (Ver: Decir “no”: un privilegio de los hombres).
La gente hace la cultura
Más aún, el feminismo ha demostrado que el acoso y el abuso sexual, como la violencia interpersonal, no son problemas que afectan a mujeres individuales solamente, sino que forman parte de la construcción cultural de la masculinidad y la feminidad, lo cual explica la inmensa desproporción de los actos de violencia física y sexual perpetrados por mujeres hacia hombres que, por supuesto, existen.
Sin embargo, como dice la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, “la cultura no hace a la gente. La gente hace la cultura“. Esa creencia sustenta y alienta al feminismo.
En ese sentido, sobre todo, se equivoca Caballero. El machismo no es “una manera de ser”, es un sistema de poder que reparte los recursos, los derechos, las oportunidades y el capital de manera desigual entre los sexos pues está fundado en la supuesta inferioridad de las mujeres respecto a los hombres.
El feminismo no dice que las mujeres son superiores a los hombres ni aspira a la inversión de una jerarquía que genere nuevas exclusiones.
De ahí el “ismo” en “machismo”. Como en “racismo”, ese “ismo” denota un sistema de opresión que aunque exige responsabilidad individual, no puede combatirse sin una perspectiva transversal y estructural del problema. Eso, precisamente, es lo que intenta hacer el feminismo.
Por eso, equiparar, como hace Caballero, el feminismo con el machismo es crear una analogía falsa y malintencionada. El feminismo no es la otra cara del machismo, es su antídoto: es un movimiento social que lucha por la igualdad.
Se llama “feminismo” (y no “igualismo”) para marcar el hecho de que esta desigualdad proviene de la forma en la que la diferencia sexual (intersectada por otras categorías como raza, orientación sexual, identidad de género, etc) ha sido construida por patrones culturales y sistemas jurídicos y socioeconómicos. (Ver: Es feminismo: no humanismo ni “igualismo”).
En consecuencia, el término “feminismo” señala que para lograr la igualdad hay que transformar las estructuras ideológicas, legales, económicas y simbólicas y las prácticas diarias que afianzan y reproducen una inequidad sustentada en la visión asimétrica de la diferencia sexual que subordina y desprecia lo femenino y otorga autoridad a lo masculino.
Es decir, se trata de una cuestión de enfoque, no de exclusión. Vamos a decirlo más claro: El feminismo no ataca a los hombres, pero sí cuestiona su privilegio.
Con mucha frecuencia el poder se construye restringiendo los derechos y el acceso a los recursos y oportunidades de los demás. Este monopolio masculino es lo que el feminismo pretende acabar.
Nada de “derechos naturales”
También está en contra de acciones y actitudes que en algún momento fueron (y en muchos contextos todavía son) pensadas como “derechos naturales” de los hombres y que hoy, gracias al feminismo, entendemos como violencia de género.
Por ejemplo, golpear a las mujeres, tener relaciones sexuales no consentidas o con menores de 14 años, casar a sus hijas sin su autorización, lapidar a una mujer “adúltera” o prohibirle a cualquier mujer estudiar o trabajar, no solo eran derechos de los que los hombres gozaban, sino también acciones socialmente aceptadas antes de las luchas por la igualdad de género.
Los cambios que el feminismo propone no buscan subordinar ni someter a los hombres a una tiranía de mujeres, sino garantizar el derecho a una vida libre de violencias y el ejercicio de la autonomía corporal y de una ciudadanía plena para todas las personas, independientemente de su género.
Por eso, el feminismo nunca ha propuesto una ley que impida a los hombres votar, manejar ni controlar sus bienes o sus cuerpos, cosas que el machismo ha hecho y continúa haciendo.
Lo que el feminismo busca impedir es que los hombres tengan el derecho, e incluso a veces el mandato, de someter, violentar o abusar (sexual, emocional, psicológica y físicamente) de otras personas según la diferencia sexual, teniendo en cuenta otras categorías importantes como raza, orientación sexual, identidad de género y clase social.
Eso no quiere decir que no haya mujeres que no cometen violencia, pero estos crímenes no están basados en “ideas feministas” sino todo lo contrario: en la idea machista de que el cuerpo y el deseo del otro nos pertenece.
El feminismo es pacifista por excelencia. Las feministas no golpeamos brutalmente ni asesinamos a nuestras parejas o exparejas “por celos”.
Las feministas tampoco acosamos ni abusamos sexualmente de las personas, no proponemos leyes como la pena de muerte “por adulterio”, ni recurrimos a la violencia física o a la industria militar para imponer nuestras ideas.
Los logros del feminismo se han hecho a través de marchas, manifestaciones, actos simbólicos, trabajo con comunidades, educación, producción de conocimiento, cambios en pequeñas pero significativas prácticas diarias y mucho más. (Ver: Feminismo en Colombia: una historia de triunfos y tensiones).
Así, el feminismo no es un grupo violento ni irracional de “mujeres quejosas” o “histéricas”. Es un movimiento social que se opone a la violencia física, económica, sexual, psicológica y simbólica producida por el machismo y que presenta alternativas para la construcción de sociedades más igualitarias e incluyentes.
No pueden coexistir
Por lo anterior, el machismo y el feminismo no “pueden pacíficamente coexistir”. El machismo es por definición violento e inequitativo. Pedirnos que lo aceptemos como una simple diferencia de personalidad equivale a sugerirnos que sigamos soportando la violencia en contra nuestra.
Tolerar a quienes aspiran despojar de derechos y promueven la desigualdad y la violencia contra una población en razón de su sexo, género, raza, orientación sexual o identidad de género o afiliación política o religión, entre otras, nos hace cómplices de las injusticias y atrocidades perpetradas.
Durante la Segunda guerra mundial, ¿deberíamos haber “tolerado” el exterminio nazi de los judíos y no intervenir en uno de los más grandes genocidios de la historia con el argumento de que el antisemitismo nazi y las ideas de quienes defienden los derechos humanos pueden coexistir pacíficamente?
Como dijo Rodrigo Uprimmy, investigador de Dejusticia, en su cuenta de Twitter: “Decir que el machismo y el feminismo pueden coexistir es como decir que pueden coexistir la defensa de la esclavitud y la defensa de la abolición de la esclavitud. Hay visiones que son incompatibles”.
Pedir tolerancia con la intolerancia es una apropiación manipuladora del discurso de igualdad, inclusión y respeto.
El machismo cobra a diario miles de víctimas. La violencia de género que Caballero minimiza y ridiculiza en sus dos columnas, es responsable de que muchas niñas y mujeres sean acosadas, violadas y asesinadas todos los días.
Solo para citar un ejemplo, el Informe nacional de violencia sexual en el conflicto armado en Colombia publicado en noviembre de 2017 por el Centro Nacional de Memoria Histórica reportó 15.076 víctimas de violencia sexual (de aquellas personas que se atrevieron a denunciar) entre 1958 y 2016, de las cuales 13.810 fueron mujeres.
Esto no es “victimismo”, es la realidad. Si las feministas hubieran aceptado la propuesta de Caballero, la situación sería mucho peor. En Colombia y muchos otros países las mujeres no podríamos leer ni escribir, montar en bicicleta o manejar y mucho menos votar o trabajar fuera del hogar.
Ninguno de estos derechos nos fue regalado: fueron adquiridos gracias al trabajo y a los reclamos de muchas mujeres “quejosas” que rompieron el silencio impuesto, por lo general con graves consecuencias para sus vidas.
Y también, eso hay que reconocerlo, gracias a la lucha de muchos hombres que fueron capaces de ver, cuestionar y desmontar (al menos parcialmente) su privilegio para construir sociedades más igualitarias y equitativas.
Lejos de la igualdad
Finalmente, Caballero afirma que sus argumentos no son machistas pues él considera que “el trato entre hombres y mujeres es entre iguales“.
Es decir, para él, el feminismo es innecesario y hasta anacrónico pues, parece, ya hemos alcanzado la igualdad entre los sexos. Ojalá eso fuera cierto. Sin embargo, las estadísticas desmienten rotundamente a Caballero.
No existe ningún país en el que no haya brecha salarial entre hombres y mujeres, y las cifras de violencia sexual y feminicidios demuestran que en todas partes del mundo las mujeres seguimos sufriendo las consecuencias, no de la “mala educación” o la chabacanería de algunos señores, sino de la violencia machista.
El feminismo busca crear el mundo en el que Antonio Caballero cree que ya vivimos.
Así, el supuesto apoyo de Caballero a la igualdad entre los sexos no es más que una estrategia para negarse a reconocer el cambio que falta por hacer y, sobre todo, una forma de resistirse a los cambios culturales y legales que llevarían a dicha igualdad.
Cambios como, por ejemplo, reconocer que las mujeres no tenemos por qué soportar que se nos manosee como parte de los requisitos para un ascenso laboral.
Pero este año, incluidas las dos columnas de Caballero, han dejado claro que estamos avanzando en la dirección correcta, cada vez se habla más de temas que hasta hace poco estaban ausentes de los debates públicos y de las conversaciones privadas.
Por eso hay que darle las gracias a Caballero. Sus columnas han sido muy eficaces para ponernos a reflexionar.
Sin embargo, aceptar las definiciones que él propone de acoso y abuso sexual implicaría un retroceso enorme, y aceptar su falsa equivalencia entre machismo y feminismo, así como su propuesta de que los dos “coexistan pacíficamente”, sería un despropósito.
El feminismo nace y existe para visibilizar, denunciar y confrontar la violencia física, sexual y simbólica del sexismo. También, para luchar por la equidad de derechos y oportunidades entre todas las personas.
Eso es lo que hemos hecho y lo que seguiremos haciendo desde el feminismo gracias al trabajo diario de muchas mujeres “quejosas” y también de muchos hombres.
Gracias a esto, poco a poco vamos construyendo el mundo en el que Caballero, desde la ceguera de su privilegio y su arrogancia, asume que ya existe: un mundo de igualdad real entre hombres y mujeres. Nada más, pero tampoco menos.
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