Aunque se habla mucho en Colombia sobre la posibilidad de que el Congreso apruebe el matrimonio entre personas del mismo sexo, el debate deja por fuera el amparo de otro tipo de familias.
Como es sabido, la Corte constitucional reconoció en 2011 que la uniones homosexuales sí configuran “familia” y le dio al congreso hasta el 20 de junio del 2013 para legislar al respecto (sentencia C-577/11).
La pregunta es entonces qué entenderá el Congreso por “familia” en este caso y qué diferencias habrá, o no, con otras “familias” reconocidas por la ley.
Según el artículo 42 de la Constitución colombiana, “la familia es el núcleo fundamental de la sociedad” y esta se constituye “por vínculos naturales o jurídicos, por la decisión libre de un hombre y una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla”.
Si el Congreso decide regular las familias entre personas del mismo sexo bajo la figura del matrimonio, le estaría otorgando a la población LGBTI los mismos derechos que los matrimonios heterosexuales tienen, incluyendo la validez inmediata del contrato matrimonial.
Esto sería un éxito indiscutible en el ámbito de los derechos civiles y en la construcción de una sociedad más justa, incluyente e igualitaria. Sin embargo, si para acceder a la totalidad de esos derechos (y deberes) se requiere necesariamente la figura del matrimonio, todavía se estaría excluyendo a un gran número de familias de las garantías que el Estado debe proveer a todos sus ciudadanos.
Matrimonio: una institución de discriminación
Los activismos que apoyan la inclusión y la expansión de derechos no deben olvidar que el matrimonio ha sido sistemáticamente utilizado por los regímenes patriarcales para despojar de sus derechos a millones de hombres, mujeres y a los niños que tanto dicen querer proteger.
Basta recordar que hasta 1991 los niños nacidos por fuera del matrimonio eran clasificados por nuestras católicas leyes de “bastardos” y quedaban excluidos de las protecciones y beneficios que cobijaban a los hijos “legítimos”.
En su libro Más allá del matrimonio (homo y heterosexual) (Beacon Press, 2008), Nancy Polikoff resalta los peligros de otorgar valor simbólico y legal sólo a un tipo de relación de solidaridad e interdependencia.
Polikoff arguye que al promover el matrimonio como único mecanismo para el acceso a ciertos derechos, el Estado deslegitima y marginaliza a otras familias que no pueden o no quieren acogerse a dicha estructura:
“El matrimonio como estructura familiar no es más importante ni valiosa que otras estructuras familiares, así que la ley no lo debería valorar más. Las parejas deben poder casarse según el significado espiritual, cultural o religioso que el matrimonio tenga en sus vidas; pero no deben tener que casarse para acceder a beneficios legales. Apoyo el derecho de las parejas homosexuales a casarse como una cuestión de derechos civiles, pero me opongo a la discriminación de las parejas que no se casan, y abogo a favor de soluciones que satisfagan la necesidad de bienestar económico, reconocimiento legal, tranquilidad emocional y reconocimiento social que todas las parejas tienen” (pág. 3, la traducción es mía).
Polikoff no aboga por el libertinaje ni la irresponsabilidad. Todo lo contario, aboga para que aquellos que han tomado la decisión responsable de apoyarse emocional y económicamente –estén o no criando unos hijos, sean o no una pareja basada en la sexualidad, tengan o no vínculos de sangre—reciban el mismo tratamiento ante el Estado.
Esto no es una propuesta radical; de hecho, ni siquiera es particularmente novedosa. En Francia, Canadá y Australia ya hay sistemas que reconocen y extienden sus beneficios a estructuras familiares muy diversas, en las que, por ejemplo, una persona le puede dejar su pensión a la amiga con la que vivió durante años sin que hayan sido pareja.
También, si alguien así lo desea puede designar a quienquiera como encargado de tomar decisiones médicas en caso de que el individuo ya no pueda hacerlo por sí mismo sin que esta persona tenga que ser el familiar más cercano o el cónyuge (si lo hay).
(Des)protección de los niños
Es entonces irónico que la protección y el bienestar de los niños sea uno de los argumentos más utilizados para negar el matrimonio y todos los derechos (y deberes) que este trae consigo a quienes no sean del sexo opuesto—no relacionadas por sangre— y que tengan una relación sexual y sentimental como base de su unión.
En muchos casos, la falta de garantías para las familias que no cumplen con estas condiciones es devastadora precisamente para quienes más se intenta proteger: los niños.
¿Por qué Natalia no puede inscribir como beneficiario de su seguro médico al hijo de su hermano Nicolás que no tiene trabajo?, ¿por qué Carlos no le puede dejar su pensión a su primo con quien ha vivido durante años y tiene una discapacidad?, ¿por qué, si Carolina ha ayudado a criar al hijo de su amiga Camila –con quienes comparte casa— no tiene derechos legales sobre el niño?
Estoy completamente a favor de la legalización del matrimonio para personas del mismo sexo. Pero si lo que queremos es una sociedad más igualitaria e incluyente, que valore y garantice los derechos de todas las familias, entonces debemos abogar por un marco jurídico que reconozca la complejidad de la relaciones humanas: no siempre son los padres lo que crían a los hijos, a veces son las abuelas, un padrino o una tía; a veces la persona más acertada para tomar las decisiones necesarias en caso de una enfermedad grave, puede ser un amigo de la infancia y no un hermano con quien no se habla hace años.
Así, si bien espero que el Congreso garantice el cumplimiento de todos sus derechos a las parejas homosexuales, debemos recordar que casarse debe ser una opción y no una obligación para adquirir garantías y reconocimiento social.
¿Por qué todas las personas en uniones maritales de hecho –heterosexuales y homosexuales—tienen que esperar dos años para que se les garanticen derechos que empiezan a cumplirse inmediatamente en el contrato matrimonial así el matrimonio dure un mes y la unión marital 10 años?
En consecuencia, si bien luchar por el matrimonio entre personas del mismo sexo es una meta loable, el problema es luchar por el reconocimiento de los derechos basándose sólo en el matrimonio.
La aprobación del matrimonio entre personas del mismo sexo sería para Colombia un logro indiscutible en el ámbito de los derechos civiles y de la construcción de una sociedad más diversa e igualitaria; sin embargo, si seguimos asociando el matrimonio con la única estructura de configuración familiar, muchas familias –y muchos niños—seguirán desprotegidos y marginalizados.
Casarse no es realmente una decisión si es la única forma, tanto para homosexuales como para heterosexuales, de lograr el reconocimiento pleno de sus derechos y el respeto social.
Si dos personas del mismo sexo y sus hijos constituyen una unidad familiar en la que todos se protegen y apoyan mutuamente ¿por qué no pueden acceder a beneficios como salud, pensión, derechos de visitas, etc. sin necesidad de que los padres se casen?, ¿por qué nos importa tanto la sangre y el sexo, y no la compañía, la entrega, el apoyo, el sacrificio y el amor? ¿por qué nos obstinamos en defender relaciones ideales y no las que de hecho existen entre la gente?
Así, en medio de todos los debates sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo, los invito a que no olvidemos que la igualdad no está en acceder a los estructuras que sustentan la discriminación, sino en crear mecanismos que realmente den cuenta de, y valoren, la diversidad. Eso sí que sería realmente igualitario.
Me parece una excelente nota. Sin embargo, me gustaría hacer una aclaración, pues no es hasta 1991 cuando el ordenamiento jurídico colombiano establece la igualdad entre los hijos matrimoniales y extramatrimoniales, sino desde la Ley 29 de 1982, cuando en el marco sucesoral se empezó a tener en cuenta que todos los hijos debían tener los mismos derechos, sin importar si eran o no concebidos en el marco de un matrimonio. También es adecuado precisar que en aquel entonces los hijos extramatrimoniales no eran denominados como “bastardos” sino como “hijos naturales”. Sé que podrá decirse que igual era un término discriminatorio, pero creo que es justo reconocer que la legislación nacional, aunque lentamente, sí ha ido cambiando en pos de un régimen legal más ajustado a las realidades sociales en torno a la(s) familia(s). Muestra de ello también es la regulación de la Unión Marital de Hecho (antes conocida como Unión Libre) a través de la Ley 52 de 1990, la cual dio el piso para los reconocimientos jurisprudenciales de la sentencia C-075 de 2007. Concuerdo plenamente en que considerar que la consagración del matrimonio igualitario debe ser la meta última, que garantizará el fin de la discriminación contra las familias “diversas”, es poco menos que ingenuo. No obstante, no se deben desdeñar los avances que se puedan hacer en el marco jurídico, sino seguir trabajando para el reconocimiento de la enorme diversidad de formas y arreglos familiares, los cuales no sólo deben ostentar legitimidad en el plano legal sino también en la vida social, que es el espacio en el cual deben, algún día, poder existir a plenitud.