Por miedo al rechazo y a la sanción social, Jorge Millán se tomó mucho tiempo para aceptar que es homosexual. Hoy está lejos de la vergüenza y de los sentimientos de culpa y vive orgulloso de ser quien es. Esta es su historia.
Por Jorge Francisco Millán*.
Hace unos días fui invitado por Sentiido a escribir sobre el proceso de aceptación de mi orientación sexual.
Sí. Soy homosexual, desviado, sodomita, trolo (como le dicen acá en Argentina), marica, o como quieran llamarme.
Asumirme como soy fue un proceso largo y doloroso, que a pesar de haber comenzado años atrás, aún no termina del todo.
Me pregunto: ¿por qué tengo que asumirme públicamente como homosexual cuando un heterosexual no se ve enfrentado a esto? ¿Por qué yo sí y él no? ¿Tendrán que ver en esto los estereotipos, la discriminación, la burla y los prejuicios?
Hace unos días se dio a conocer que Tim Cook, CEO de Apple, salió del armario. Lo que más rescato de sus declaraciones es que él se apoyó en el testimonio de otras personas que en su momento se atrevieron a revelar su orientación sexual. Cook señaló que si a él esto le ayudó, espera que su propio testimonio le resulte útil a otras personas durante su experiencia de aceptación.
Cook también afirmó que ser gay le permitió comprender de una manera más profunda lo que significa formar parte de una minoría. Esto le abrió una ventana hacia los desafíos a los que estas personas se enfrentan a diario.
En mi caso, ser homosexual y formar parte de una minoría maltratada y humillada, me fue formando un corazón compasivo con el sufrimiento ajeno. Toda discriminación, por la razón que sea, me despierta profundos sentimientos de solidaridad y comprensión.
Cuando tenía unos cinco años (ahora tengo cincuenta y seis), comencé a darme cuenta de que era “distinto”. A tan corta edad, me fui percatando de que yo no era como los demás niños. Esa intuición fue transformándose en certeza con el paso de los años. A los once o doce, terminando mi escuela primaria, me di cuenta de que me gustaban y me atraían algunos de mis compañeros.
“Eres mariquita”
En esos años, camino a la pubertad, tuve que soportar calificativos como “mariquita” y darme cuenta de cómo mis compañeros hablaban de mí y me dejaban de lado. En la escuela secundaria “entendí” que debía tratar de disimular amaneramientos y formas de hablar, so pena de sufrir una mayor discriminación.
Dicho de otro modo, si quería ser aceptado por mi entorno, debía tratar de ser “más hombre, más macho”, más acorde con los estereotipos masculinos imperantes. Hasta llegué a salir con chicas, pero cada vez tenía más claro que no me llamaban ni cinco la atención.
Al terminar la secundaria, veía cómo la atracción sexual por las personas de mi mismo sexo se consolidaba. Pero ese darme cuenta vino acompañado de sufrimiento al comprobar que yo no era como los demás y que jamás tendría una “familia tradicional”.
El hecho de no ser como los otros me causaba sufrimiento, pero lo que más me dolía era no tener con quien hablar al respecto. Mi orientación sexual era un tema tabú del que no me atrevía, ni jamás me atreví, a abordar con mis padres.
Pensar que se enteraran me causaba verdadero temor. No sabía cómo reaccionarían. Me generaba angustia pensar que yo jamás encajaría en ese modelo de vida que ellos imaginaban para mí: casado y con hijos. Saber que eso no ocurriría, que no estaría a la altura de sus expectativas, me causaba muchísimo dolor.
Esa “maleta” que todos cargamos en la vida, en mi caso estaba llena del malestar de no poder ser como los demás y de no tener a nadie con quien hablar. Sobre todo eso: no tener una persona para confiarle mis cosas.
En aquel entonces no existía la tecnología actual. No se pensaba en redes sociales ni mensajes de texto. Los jóvenes de hoy no saben lo afortunados que son; pueden comunicarse a una velocidad asombrosa y tienen todas las facilidades para interactuar entre sí, relacionarse y, si quieren, buscar pareja online.
Una mano amiga
A los 26 o 27 años la vida hizo que conociera a una persona que, sin imaginarlo, sería mi sostén y confidente. Yo en aquellos años era aficionado a escuchar emisoras extranjeras, ávido de saber cómo se vivía y qué pasaba en otros lugares del planeta.
Así fue cómo conocí a Alfonso Montealegre, un colombiano oriundo de Girardot (Cundinamarca). Alfonso vive en Holanda y por ese entonces trabajaba para Radio Nederland junto a su actual esposo Jaime, un catalán encantador.
Con Alfonso entablamos una gran amistad. Fue la primera persona con la que hablé de mi homosexualidad. Él supo crear el ambiente adecuado para que yo pudiera compartirle lo que hasta ese entonces era mi secreto. Siempre recuerdo el gran alivio que sentí.
La tranquilidad era producto de ver que otras personas habían pasado por lo mismo que yo y también, por saber que contaba con la estima y el apoyo de alguien siendo yo mismo. Creo que esto último es lo que más hace sufrir a quien permanece en el clóset. No poder ser como uno es, tener que ocultar una dimensión tan importante de la personalidad con la intención de ser aceptados.
Yo nací y vivo en Mendoza, Argentina, una ciudad ubicada al pie de la Cordillera de los Andes, a unos 1.200 kilómetros hacia el oeste de Buenos Aires. Es muy moderna. Los terremotos padecidos obligaron, una y otra vez, a su reconstrucción. Actualmente tiene 1.500.000 habitantes.
Si bien es una ciudad visitada por miles de turistas interesados en conocer sus viñedos, probar sus vinos, visitar sus montañas y las nieves eternas, su habitante promedio es una persona conservadora y católica practicante, al menos en el templo.
No es fácil ser homosexual aquí, donde todos se conocen y donde también rige el internacionalmente conocido axioma de: “soltero maduro, marica seguro”.
Afortunadamente, actualmente en nuestros países se vive la sexualidad con mayor naturalidad, sin tanto prejuicio ni sentimiento de culpa. En Argentina existe ley de matrimonio homosexual, de adopción igualitaria y de identidad de género. ¡Cómo ha cambiado todo!
Dios mío ¡hazme el milagro!
En los años más difíciles para mí busqué ayuda en la religión. Le imploraba a Dios que me cambiara, le decía entre sollozos que si realmente me amaba que hiciera el milagro de cambiarme. No me daba cuenta que siendo como era, ya era objeto de su amor.
Con los años me di cuenta de que la religión me llenó de sentimientos de culpa, aumentó mi complejo y contribuyó a bajar mi autoestima. Sin embargo, cuando conocí a mi amigo Alfonso, empecé sin percibirlo, un camino de aceptación, transformación y superación personal. Ese proceso ha llevado años y hoy en día la mayoría de mis amigos saben “lo mío”.
Sigo soltero, pero vivo rodeado del cariño de mis amigos con los que podemos hablar abiertamente de esos temas que antes eran tabú. Ahora no siento ninguna culpa ni vergüenza por ser quien soy. Por el contrario, vivo orgulloso de ser como soy.
El hecho de haber sufrido en carne propia la discriminación, incluso por esa iglesia que decía darme “fraternal acogida”, me ha formado un corazón compasivo y comprensivo.
Mis padres ya no están y me arrepiento de no haberles hablado mientras los tuve conmigo. Pero en fin, ya no hay vuelta atrás. No soy quién para dar consejos, al final cada quien vive en un contexto social y familiar propio, único e irrepetible. Aún así me permito sugerir a quienes están pasando por esa etapa de asumirse como son, que hablen con sus padres o, al menos, con uno de ellos.
Busquen también a algún amigo o amiga. A veces las mujeres tienen el don de escuchar más y ser más “cómplices”. Es fundamental tener alguien de confianza que nos escuche y que, con cierta frecuencia, nos pregunte cómo estamos o cómo nos sentimos.
Quiero terminar dando ánimo a quienes están pasando por un proceso de la aceptación. No están solos. Hoy hay muchas más herramientas que en el pasado. Tienen a su alcance agrupaciones, asociaciones, organizaciones que nos representan y a las cuales pueden acudir en busca de ayuda o asesoría. Así que ánimo y a vivir que, a pesar de las dificultades, vale la pena.
*Abogado, radicado en Mendoza (Argentina). E-mail: jorge.f.millan@gmail.com
Excelente! Gracias por el aporte!