Aunque aún hay gente que se ría de que pasada cierta edad uno quiera arriesgarse a hacer otras cosas, nunca es tarde para empezar a vivir de la manera en la que uno realmente sueña.
Cuando estaba en el colegio, todos los años iban a hacer colectas a nombre de Provida, una fundación dedicada a ayudar a adultos mayores. Los funcionarios nos entregaban unas hojas con actividades para completar como preguntarle a nuestra madre cuál era su color favorito. La idea era devolver las actividades en un sobre con alguna donación.
En ese momento Provida estaba “de moda”, hasta tenía comercial por televisión. Una vez llevaron al colegio al adulto mayor que lo protagonizaba, suceso que causó un éxtasis similar al de un día del alumno en el que Marcelo Cezán cantó en el teatro de bachillerato.
La visita de Marcelo Cezán dejó como saldo una alumna herida, producto de colgarse de la ventana del carro en el que “Marce“ trató de huir de la estampida de colegialas desesperadas que lo perseguían.
De la visita del adulto mayor de Provida, me quedó la idea nostálgica y aterradora del paso del tiempo que se iba año tras año. Aún así, en ese entonces sentíamos que estábamos muy lejos de números y de edades como los 20 o 25 años.
Hoy, después de pasar -hace mucho tiempo- la línea de la mayoría de edad, sigo sintiendo que aún no llego ni a la mitad del camino, que haber avanzado hasta aquí no es grave y que todavía me falta mucho por hacer.
El sagrado derecho a no revelar la edad
Carolina nunca quiso decirme su edad. El día en que, en las escaleras de la universidad, se negó a contestar mi pregunta, me pareció extraño, pero lo acepté. Respeté su deseo. Nunca traté de indagar el secreto que guardaba en su cédula. Luego entendí que ese gesto me había permitido crearme un concepto de ella a partir de otros datos más importantes.
En mi mente tengo a una Carolina sin edad, inteligente, gran profesional y excelente amiga. Construí nuestra amistad sin una información básica que suele compartirse cuando uno conoce a alguien: “¿cómo te llamas?”, “¿cuántos años tienes?”.
Exceptuando la importancia que tiene en el ámbito legal dar a conocer datos como la edad, ¿por qué entre lo que nos define, tiene que marcarnos tanto la fecha de nacimiento?
Para algunas personas, la edad es un cerco de púas que limita comportamientos, actividades y logros, pero entre más pasa el tiempo, más me convenzo de que Deepak Chopra tiene razón, aunque no es que me las quiera dar ahora de guía espiritual.
Este escritor y conferencista indio habla de tres edades: la cronológica, la biológica y la espiritual. Esa idea me gusta, porque si bien a los 30 años uno puede estar en la mitad de la vida, la sociedad se encarga de dibujar lo que sigue como una caída y hay quienes están listos para recordárnoslo.
La clasificación de “viejos” puede asaltarnos de la manera más inesperada, en un partido de fútbol por ejemplo. Mi amigo Andrés se divertía jugando con los estudiantes del colegio en el que trabajaba. Cuando escuchó a algunos gritarse entre sí: “Marquen al ‘cucho’, marquen al ‘cucho’”, ¡sus 28 años repentinamente se transformaron en 82!
Pero saliéndome de lo anecdótico, el mayor de los prejuicios acerca de la edad creo que está en las metas, en ese cúmulo de objetivos que se supone que uno debería haber alcanzado a determinada edad. De ahí vendrá el “se quedó para vestir santos”, injustamente impuesto, décadas atrás, a las mujeres mayores de 25 años cuando no se habían casado.
Hoy todavía sigue causando extrañeza que alguien de más de 30 años no haya formalizado una relación o no se haya casado. Y esas ideas, dan paso a las burlas para las personas que se atreven a empezar una carrera, cambiar de profesión o explorar una nueva vocación cuando son adultas.
“¿Así que ahora estudias teatro?”, me dijo recientemente un excompañero de la universidad. “¿Si te graduaste de diseño, para qué te vas a meter en eso?”, dándome a entender que “a estas alturas del partido” yo ya tendría que haber tomado una decisión inmodificable respecto al oficio que elegí en mi vida.
En su cabeza tenía, o tiene, la convicción que una vez pasada cierta edad, solo queda rendirse a lo poco o mucho que se ha hecho. Le hablé entonces de Fabian Zitta, un diseñador de modas argentino que estudió medicina y se especializó en Anestesiología, pero que después de mucho tiempo de formación académica, giró su vida hacia su pasión y ahora presenta sus creaciones sobre las pasarelas de varios países.
Luego le conté la historia de mi amiga María que, llevando una exitosa carrera en Ingeniería de Petróleos, renunció a un importante y bien remunerado trabajo y se dedicó a escribir cuentos para niños.
La edad y la montaña
El fin de semana pasado fui a conocer un lugar hermoso: el monte Fitz Roy (ubicado en la Patagonia, en el límite entre Argentina y Chile). El trayecto para llegar a la zona más alta es de 13 kilómetros.
Son más de cinco horas de caminata sobre un terreno bastante empinado. Me encantó encontrar durante todo el recorrido hombres y mujeres de edades avanzadas, entre 65 y 75 años, que subían y bajaban por la pendiente.
Personas que si uno se cruzara por la calle, no creería capaces de hacer un ascenso como ese, porque presume que a ellos/as ya solo les queda la quietud de la mecedora con el chal sobre las piernas.
¡Ojo! Están también los que se sientan jóvenes en la mecedora y se ponen el chal desde antes: se perciben y se llaman a sí mismos “viejos”. Igualmente, los que quieren mandarnos a sentar y nos mecen a punta de comentarios irónicos.
No quiero cerrar mi entrada hablando como un libro de autoayuda, pero a medida que pasa el tiempo, para mí es más evidente que nunca es tarde para empezar a vivir de la manera en la que uno realmente quiere.
Afuera hay gente que se ríe de que pasada cierta edad alguien se inscriba para estudiar y del adulto mayor que baila en medio de la pista. También están quienes asumen el sentido del humor como inmadurez o que están atentos a descubrir cuántos años tenemos para pasar a decirnos: “¡cómo te conservas de bien!”, “¿por qué todavía no te has casado?”, “¿ya eres gerente?” o “¿ya cambiaste de carro?”
A pesar de estas personas que, como piedras, se interponen para impedir que sigamos descubriendo y buscando nuestra propia cima, muchas historias demuestran que vale la pena arriesgarse y cambiar el curso de la vida, cuando uno quiera.
Todo me parece muy bien felicitaciones