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¿Por qué salí a la marcha del orgullo LGBT?

Celebro la marcha LGBT por esos corazones que le han dicho no al odio, porque allí veo reunidas a tantas personas que superaron el miedo y dijeron: sí, así soy.

Hace once años, cuando mi identidad de género era mujer, ser lesbiana me parecía de lo más “güay”. Soñaba con ser lesbiana. En serio, me parecían lo máximo esas mujeres sexis, decididas, que daban rienda a su deseo y, de paso, ponían en jaque al sistema más primario, desigual y violento de nuestra historia. (Ver: ¿Dónde están las lesbianas?).

Yo quería ser lesbiana (lo que para mí significaba salir con mujeres e identificarme como tal en público) y me parecía que no me iba a costar ningún esfuerzo, pues me encantaban las mujeres mucho más que los hombres.

Por aquella época, me moría por un chico músico que tenía una novia. Ese chico tenía un hermano que también tenía una novia. Yo me hice amiga de las dos chicas y una de ellas me gustó.

Era la primera mujer que me gustaba, después de mi profesora de primaria y Gaviota, de Café con aroma de mujer.

Las chicas terminaron su relación con ellos y ¡sorpresa! se enamoraron y yo me quedé como la amiga eterna. Esos son los recorridos dementes del deseo cuando somos jóvenes y andamos en manada.

Pasó un tiempo antes de que otra vez me gustara una chica. Esta vez se trataba de una estudiante de lenguas, de ojos preciosos, blanca y con mucho estilo. ¿Adivinen? Era la ex de mi ex (esto parece una broma).

Era tan cool que nunca pensé que fuera a prestarme atención, pero lo hizo. Y un día nos tomamos de la mano y fuimos al Parque Nacional. Allí nos sentamos en una banca y, con temor, nos dimos un “pico” fugaz.  Ella y yo nunca hablamos de lo que significaba para dos mujeres expresar su deseo públicamente.

No lo hablábamos, pero ambas estábamos aterradas, intuíamos que, sin poder decidir sobre ello, habría problemas. Ese día una mujer se acercó a nosotras con un folleto religioso y nos dijo lo malas que éramos. Ahí se acabó la tarde. (Ver: Diversidad sexual y nuevas alternativas espirituales).

Yo tenía que enfrentar dos miedos que hoy en día me parecen muy injustos: primero, tenía pánico de estar con una chica, porque no tenía idea de cómo hacerlo y ya era más bien adulta.

Nos han vendido la idea de que nuestro valor como amantes (e incluso nuestra posibilidad de amar y ser amados) depende de que seamos fantásticos compañeros sexuales en la primera cita, también maravillosos “besadores” de Hollywood, que conocen a la perfección el placer propio y el del otro.

Algunos se ponen a la tarea y así lo hacen, otros pasan raspando y, los que somos más inseguros, caemos en un mar de ansiedad y de torpeza. Pero eso, que me parece ya bastante retorcido, me sucedía también con los hombres y no era novedad.

El miedo a las agresiones

Lo nuevo sí fue este segundo miedo: tomarla de la mano y tal vez ser agredidas en la calle, ser descubiertas y expulsadas de nuestras familias, perder amigos y espacios. Ese era el verdadero terror. (Ver: Aceptar a los hijos LGBT).

Nuestra primera salida fue a una fiesta en el edificio que quedaba en la Carrera Séptima con Calle 24, en Bogotá. Bailamos, tomamos y fumamos sin tocarnos. Luego ella, aunque tampoco tenía experiencia, me llevó al baño de mujeres y nos encerramos en un cubículo.

Yo temblaba de emoción y de miedo y, cuando iba por fin a darle ese beso tan soñado, su hermana entró gritando y comenzó a golpear la puerta con violencia para que saliera.

Tomaron un taxi y lo que siguió fue un lúgubre correo donde mi primera chica me dejaba porque “es muy difícil esto, y no estoy segura de que me gusten las mujeres“. Casi nadie supo mi corta historia y yo me la llevé al cajón de los recuerdos tristes.

Pasaron años y luego conocí a los hombres trans. Tímidamente me sumé a la lucha y me enamoré de uno de ellos, compañero de activismo y de vida. Como a muchos nos ha pasado, podía aún mantener todo el “teatro”, porque mi pareja era un chico trans “que no se le notaba”. (Ver: Travesti, transexual, transgénero… Algunas definiciones útiles).

Y, sin embargo, yo me alejaba cada vez más de mi casa para no explicar las tardes de trabajo con el colectivo, la planeación de nuestras acciones políticas, el arte, la escritura.

Así se dio mi primera marcha con ellos, en 2010, y fue la más divertida en la que he estado. Nos disfrazamos de superhéroes y cantamos unas consignas geniales sobre el tránsito. (Ver: 9 miradas a las marchas LGBT de Colombia).

Esa hermana que era de mi edad, estudiada, culta, música: era ella enloquecida de furia.

Una decía más o menos así: “ven hazte la rara, yo sé que te encanta, cuando empieza el ritmo comenzamo’ a transitar. Ven hazte el raro, yo sé que te encanta, deja los prejuicios, ven a ser tú mismo ya”.

Cuando dejé de ser un mero acompañante del colectivo y asumí mi identidad trans, ahí sí tuve que armar una familia alternativa, porque la mía no tenía las herramientas para entender en lo que me había convertido. (Ver: Ser un muppet: ni hombre ni mujer).

No hubo solución de los temores, sino una doble vida que me ha causado un gran dolor. No los dejé, pero tampoco les pude mostrar todo lo que soy.

¡Por fin!

Dos años después (2012) volví a enamorarme de una chica. ¡Por fin la primera con la que puede estar! Todavía hubo algo de esa efusividad de otros tiempos, pero ya las lesbianas no me parecían tan “güay”, porque, bueno, yo era trans y había tenido una pareja trans (fin de la novedad).

Esta vez hasta viví con ella y me las arreglé por un tiempo para que las sospechas no llegaran a mayores. Lástima que, al final, todo se supo y tuve que llevar a mi familia a una sesión con una sicóloga de Liberarte.

Aunque en mi vida ya sobraba el conflicto y los reclamos (hasta he sido “culpable” de la depresión de otros) recuerdo mucho cuando decidí emplear mi palabra, usar mi capacidad con las letras para hablar de mí, de nosotros (las personas con identidad de género alternativa, las personas pansexuales, los “raritos”). (Ver: Diversidad sexual y de género para dummies).

Nunca olvidaré cuando salió mi primera entrevista en Sentiido sobre género y espiritualidad en 2014. Lo que yo hubiera querido que fuese un acto de libertad y dicha, fue un gran aprieto: llantos, preguntas, reclamos, la infelicidad de mi familia sobre mi espalda.

En este entonces, nadie me dejó ni dejé a nadie porque “esto es muy difícil” (aunque seguía siéndolo), sino porque no funcionó.

Cada “crisis” significaba alejarme más y esconderme más, sentirme más huérfano. Este sentimiento se ha vuelto el trasfondo de mis días, a veces amplificado y a veces simplemente ahí, latente.

La vida siguió, me volví un yogui viajero, un performer (esto último a escondidas, porque qué dirán si ven que me desnudo en público), y la cuestión de mis parejas se volvió para mi familia (y para mí, la verdad) un periódico de ayer. (Ver: “Te lo mereces por perra”).

He seguido escribiendo en Sentiido durante todos estos años y ellos ya no lo ven. A veces, me autoengaño y pienso que todo ha cambiado, que no hay ningún conflicto, que mi familia me acepta tal y como soy, que la sociedad me acepta tal y como soy. Obviamente no es cierto, pero hay un matiz.

Hoy en día estoy orgulloso de mí, amo mi vida y respeto el proceso que me ha costado estar en paz. Eso ha significado también que mi familia avance un milímetro, que al menos se plantee que el problema es suyo y no mío.

Y bueno, la sociedad también ha dado un “paso de bebé” hacia nosotros. Sin embargo, son muchos más los metros que quedan por recorrer y este mes tuve que recordarlo.

Tuve la fortuna y la dicha de expresar parte de mi historia en un medio masivo como la revista Arcadia. Salió un artículo que se llama Romper las puertas de la casa y, otra vez, como la niña de hace diez años, no pude disfrutar del regocijo de comunicarme con otros.

Tuve pánico y sí, personas (más de las que pensaba) me escribieron cosas lindas y notas de admiración. Pero mi familia otra vez entró en llanto y en reclamos y la vergüenza llenó su corazón.

Treinta años para volver a sentir el pecho oprimido de tristeza, pero para preguntarme por primera vez: ¿necesito su aprobación? Y aunque sería muy bello tenerla, la respuesta es: “No”.

Trato de no culparlos por lo que sienten, pero, sobre todo, acepto que no los puedo cambiar.

Yo me acepto a mí mismo, me amo a mí mismo, me cuido y me hago cada vez mejor. Con eso basta. Con eso he atraído apoyo y amor de todas partes y poco a poco dejo de pedirle al mundo que sea como yo quiero y más bien le agradezco por lo que es.

No me conformo (jamás). Sigo escribiendo, sigo luchando, pero veo el amor tanto como el odio y la aceptación tanto como el rechazo.

Así que, luego de tantos años de no marchar, volví a las calles. Salí desde el Santafé con las chicas de la Red comunitaria trans, con la Batucada y con mis amigos de siempre y caminé porque… Tal vez no necesito ya mostrar que existo.

Tal vez no necesito ya exigir mis derechos en este espacio (que sí en otros). Tal vez ya no estoy tan solo y decaído que me pego a cualquier fiesta posible: no.

Marché porque necesito de vez en cuando ver los carteles que dicen “soy heterosexual y te apoyo”, “nosotros y muchas personas mayores los respetamos” o “soy abuelo y amo a mi hija lesbiana”.

También, para recordar que sí, que a la mayoría de nosotros nos rechazan nuestras familias, pero hay otras miles que nos apoyan. Y tengo en la marcha un espacio para hablarlo y para encontrar simpatía en muchos de los que viven los mismo (o peor) que yo. (Ver: “La vida y Dios me premiaron con un hijo gay”).

Celebro la marcha porque celebro esos corazones que le han dicho al odio: “no”. Celebro la marcha porque veo allí reunidas a tantas personas que superaron el miedo y dijeron: “sí, soy hombre y me gustan otros hombres”, “soy mujer y deseo a otras mujeres”, “me atraen todos los géneros”, “nací niña, pero soy hombre”, “nací niño, pero soy mujer”, etc.

Un aplauso de admiración para nosotros.

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