El plan elegido para pasar el 31 de diciembre me demostró que aún sigue vigente la idea de que dos mujeres juntas están solas, pero un hombre y una mujer no.
Por Ana Z.
El 31 de diciembre quise optar por un plan distinto. Tenía en mente alejarme de las 12 uvas consumidas de afán, en medio de abrazos y buenos deseos por parte de tíos, papás, primos, hermanos… Para recibir el año nuevo con un único rostro conocido: el de mi novia.
Quise dejar a un lado el pavo, el pernil y las ensaladas de papa y frutas que tradicionalmente prepara mi mamá, para pasar el último día del año en un pequeño hotel ubicado a las afueras de Bogotá.
Normalmente ese día acostumbro reunirme con mi familia, cercana y extensa, en una casa en tierra caliente. Pero este año quería estar lejos de sobrinos de entre dos meses y 12 años, llorando y peleando por diferentes motivos. Tampoco estaba dispuesta a responder las preguntas anuales al estilo “¿y tú en qué andas ahora?” y no tenía ganas de pasar horas hablando de dietas, matrimonios y moda con primas y tías.
Llegamos al hotel el martes 31 de diciembre al medio día. Antes de empezar los festejos de año nuevo que allí tenían programados, tuvimos tiempo para almorzar, acomodar el equipaje y tomar una siesta -es signo de que se ha superado la barrera de los 30 años cuando uno dice que necesita dormir unas horas, previendo que la jornada nocturna será larga-. También hubo espacio para escribir los propósitos de 2014 al calor de la chimenea de la habitación.
Pasadas las nueve de la noche, entramos al salón donde tendría lugar el evento de año nuevo. Como el hotel no tiene más de 10 habitaciones, pensamos que la celebración sería “íntima”. Imaginamos que cenaríamos en una mesa para dos, que hablaríamos de cualquier cosa hasta llegar a las 12 y que a esa hora nos desearíamos feliz año, le daríamos una vuelta al hotel con una maleta de viaje y a las 12:05 estaríamos en la habitación listas para dormir. No fue así.
Apenas entramos al salón, vimos alrededor de 15 mesas. Cada una estaba dispuesta para unas 10 personas. En cada mesa había un papá, una mamá, unos hijos, unos tíos, unos primos y unos abuelos. Familias que, por una u otra razón, habían decidido pasar en el mismo lugar que nosotras la despedida de 2013 y la llegada de 2014.
Al lado izquierdo del salón estaba el buffet con meseros atentos a servir el pavo, el pernil, las ensaladas y los postres. En ese miso costado, un escalón más arriba, el espacio donde se presentaría la orquesta contratada para la rumba.
¿Dos mujeres?
Cuando ingresamos al salón, algunas personas voltearon a mirarnos con la curiosidad propia de saber quiénes más estarían allí esa noche. Otras lo hicieron para analizar nuestro look, el cual, posiblemente, les pareció más propio de excursionistas de tierra fría que de una celebración de fin de año.
Lo único en común que tenían todas las miradas era el gesto de sorpresa al comprobar que junto a nosotras, no venía nadie más. Parecía llamarles la atención que no nos acompañara ningún hombre o, al menos, unos hijos, unas mamás, unos papás, unos abuelos… Alguien. Sí, estábamos las dos, sin nadie más, en un hotel a las afueras de la ciudad, dispuestas a despedir 2013 y a recibir 2014.
En el evento, nos acomodaron en una mesa rectangular de ocho puestos con otras tres parejas. Éramos la única del mismo sexo, no solo de la mesa, sino del hotel. Desde nuestro puesto ubicado en medio de una pareja que esperaba un hijo y de otra que discutió toda la noche porque él ya no le escribía cartas de amor, fuimos testigo (por suerte, no participantes) de las actividades de integración previstas.
La que más tiempo requirió fue una que consistía en imaginar el testamento que dejaría el alcalde de Bogotá, Gustavo Petro. Permitió que se cumpliera el objetivo de los organizadores: irse lanza en ristre contra este funcionario.
Con el calor de la noche y los deseos de “feliz año”, uno de nuestros acompañantes de mesa se atrevió a formular la pregunta que otros tantos querían hacernos: “¿ustedes vinieron solas?” La misma que jamás contempló hacerle a las otras dos parejas que también estaban allí sentadas. Ahora, si yo venía con ella y ella conmigo ¿por qué pensar que estábamos solas?
A él no le llamaba la atención que dos personas, un hombre y una mujer, estuvieran como él, compartiendo habitación y celebrando a 45 minutos de Bogotá, la llegada del año nuevo, pero le costaba entender que dos mujeres pudieran hacerlo. Para él, faltaba algo o alguien. (¿Presencia masculina?) De hecho, no perdía oportunidad para mirarnos de reojo y analizar si de verdad podríamos estar pasándola bien.
Recuerdo que en 2011, en un paseo que hicimos cuatro mujeres a Villa de Leyva (Boyacá), visitamos a unos amigos de una de ellas. La pregunta con la que el anfitrión nos recibió fue: “¿qué hacen cuatro mujeres solas?” ¿Habría dicho “qué hacen dos mujeres y dos hombres solos” en caso de que estos fueran los visitantes? Seguramente no. El hecho de que hubiera testosterona de por medio, no habría hecho ver solas a estas mujeres.
Perdón, una pregunta…
Al día siguiente de la celebración del 31, decidimos salir a recibir el sol propio de los primeros de enero. Junto al jardín donde nos acomodamos, había un grupo familiar de unas diez personas. Aunque nos saludaron amablemente, era difícil no percibir las miradas de “¿y éstas qué hacen acá solas?”
Pasados algunos minutos y, después de un diálogo a distancia acerca de una luz extraña que se veía en el firmamento, uno de los hombres sintió la confianza necesaria para acercarse a nosotras a ofrecernos un trago del whisky que bebían. Por supuesto, detrás de su amable gesto, vino la pregunta que desde siempre quiso hacernos: “¿ustedes están solas?”
En bares y discotecas es común que la gente piense que si dos mujeres comparten una mesa, es porque están esperando más gente o en plan de levante. Y puede que sí, pero también que no. ¿Por qué partir de la premisa de que están incompletas? ¿No pueden pasarla bien las dos, sin nadie más?
Fue un 31 de diciembre distinto. Logré mi propósito de cambiar de panorama: pasé de desearle feliz año a mi familia a hacerlo a rostros desconocidos. Sin embargo, lo que más recordaré es que, al menos en Colombia, aún muchas personas creen que dos mujeres juntas están solas, mientras que un hombre y una mujer no.
Es hora de superar la creencia de que una mujer, para estar completa, necesita la presencia masculina. Con que se tenga a ella misma, es más que suficiente.
lesbiANA Z