Mientras muchos de quienes buscan inclusión reconocen al otro, las personas que se oponen a esta demanda utilizan la lógica de la exclusión y un discurso discriminatorio: lo nuestro sí, el resto no; en nosotros la verdad, en los demás el error.
Por: Nicolás Panotto*
El 19 de junio de 2017 tuve el privilegio de participar en el Diálogo Civil dentro de la 47 asamblea de la Organización de Estados Americanos (OEA), desarrollada en Cancún (México). En el encuentro participaron cerca de 700 personas en representación de más de 300 organizaciones.
En una gran mesa, se sentaron frente a frente representantes de Estado y organizaciones civiles. Participaron coaliciones de grupos comprometidos con temas de mujeres, pueblos indígenas, discapacidad, sindicatos, grupos afroamericanos y personas LGBTI, entre otros.
Las exposiciones por parte de la sociedad civil fueron muy variadas. Pero me gustaría detener mi análisis –que es muy breve y proviene más desde las tripas por lo vivido– en un sector particular cuya voz fue notoria.
De las cerca de 30 coaliciones presentes, al menos 10 presentaron postulados que se oponían a temas promovidos por organizaciones de derechos humanos: la promoción de una única familia (aquella conformada por papá, mamá e hijos), el matrimonio como práctica exclusiva entre un hombre y una mujer, el rechazo a la legalización del aborto y la oposición a cualquier forma de comprender la sexualidad fuera de un marco heterosexual. (Ver: La obligación de ser heterosexual).
¿Cuál es otra de las características de dichas coaliciones? Usar el nombre de Dios.
Todas estas agrupaciones se articulan con espacios cristianos, sean católicos o evangélicos. Su presencia en el recinto era abrumadora. Llegaban al menos a la mitad de los asistentes. Aquí su increíble capacidad para movilizar a cientos de personas a un encuentro tan importante como la asamblea de la OEA. (Ver: La mezcla entre religión y política, ¿inevitable?).
En la jerga de las organizaciones civiles, dichos grupos se los engloba bajo los títulos de “provida” o “anti derecho” (¡nominaciones paradójicamente contrarias!).
Lo que me llamó considerablemente la atención es la homogeneidad en el uso de ciertos discursos para respaldar sus argumentos. Veamos algunos:
1. “Estudios científicos demuestran que…”: el 100% de los grupos dentro de este espectro utilizó dicha frase tras desplegar sus propuestas. Esta fe en la “objetividad” de la ciencia como sinónimo de la verdad sobre las dinámicas sociales, biológicas, naturales, etc., es su caballo de batalla.
Esto indicaría que sus posiciones no se refieren a perspectivas ideológicas, subjetivas, políticas o religiosas, sino a “pruebas científicas”, a “verdades incuestionables”.
Podríamos reflexionar extensamente sobre la crítica al sentido de veracidad ligado a la ciencia, y todos los prejuicios modernos alrededor de ello. Pero lo que cabe remarcar es la intención en el uso de dicho vocabulario.
Estos grupos pretenden legitimar una perspectiva subjetiva y por ende cuestionable, desde la clausura científica que repele todo sesgo ideológico.
2. “Lo natural”: los discursos presentados por estos grupos remitían constantemente a “lo natural” como fundamento del desarrollo histórico, de los procesos y las configuraciones sociales en los cuerpos, la sexualidad, etc.
La noción de naturaleza aparece como un argumento que intenta volver absoluta una forma específica de comprender la existencia, remitiendo a una noción que enlaza la veracidad con una condición biológica o una extensión histórica sin fisuras ni variaciones.
Es así, entonces, que los modelos familiares, la manera de vivir la sexualidad, las relaciones interpersonales, etc., distan de cualquier ambivalencia temporal o contextual, para pasar al atrio de lo inamovible (obviamente, según el patrón defendido por ellos).
3. El performance: estos grupos actuaron como cualquier agrupación política en busca de legitimación y presencia. No se quedaron atrás. En medio de las exposiciones, levantaban carteles y pancartas, sea en forma de apoyo o denuncia.
Se movían dentro del salón con la intención de hacerse ver y trataban de hablar con cualquier político o representante oficial que encontraban en el camino para entregarles algún documento. Sus movimientos estaban a la misma altura que cualquier grupo político en reclamo de sus demandas.
Esto podría resultar extraño si lo comparamos con el tipo de performance político que han mantenido los grupos cristianos -especialmente evangélicos- a lo largo de la historia, los cuales siempre han sido reacios a este tipo de prácticas.
Pero al parecer, han dejado sus prejuicios atrás para desenvolverse con toda soltura en la “liturgia” de los movimientos sociales y organizaciones civiles.
En algunos casos la conducta de estas agrupaciones dista de ser pacífica: no fue esta la ocasión, pero en asambleas anteriores (como en República Dominicana en 2016) grupos religiosos irrumpieron sin permiso para impedir el diálogo y hasta han existido agresiones físicas contra personas, especialmente LGBTI.
Al parecer, el heroísmo y mesianismo de estos grupos les lleva a legitimar cualquier tipo de comportamiento con tal de alcanzar su propósito. (Ver: “Los gais no van a volver al clóset”).
Aunque este tipo de discursos son ya conocidos, llama la atención el nivel de organización e incidencia que dichas propuestas han alcanzado durante estos últimos años, al punto de ser un sector de gran peso en instancias como la OEA, la ONU y otros organismos internacionales.
La militancia de estos grupos ha alcanzado niveles sumamente antidemocráticos y vergonzosos.
Expresiones como “derechos humanos”, “valores” y “vida” pueden ser apropiados por posturas de todo tipo, hasta antagónicas.
4. “Somos discriminados”: estos grupos argumentan “ser discriminados” por los sectores de derechos humanos, por sentirse cuestionados. No hay falacia más grande. Por un lado, demuestran poca apertura al necesario debate en un espacio público (cosa que ellos reclaman sobre sí, pero niegan para los otros).
Por otro, dichos grupos se apropian muy bien del lenguaje del derecho y la inclusión, pero la usan en sentidos opuestos. Es decir, apelan a ser escuchados y atendidos, a que sus acciones apuestan al bienestar social y democrático, a que los valores que promueven deben ser entendidos como derechos humanos y justos.
Sin embargo, no están dispuestos a negociar con sectores con posiciones distintas, al punto de anular y excluir cualquier disidencia si alcanzan el poder. Una absoluta contradicción.
¿Acaso la diversidad y el pluralismo como sentidos democráticos no representan una frontera ética por sí misma al establecer como exigencia moral que la inclusión y la aceptación de la diferencia sean valores a defender y a respetar?
En este sentido, se abre un gigante interrogante sobre si los valores “democráticos” a los que estos sectores apelan con sus demandas deben ser considerados como tales, cuando en realidad lo que pretenden es imponer una frontera, no de reconocimiento sino de negación de lo distinto.
Aquí reside una gran diferencia entre este sector neo-conservador (y fundamentalista por momentos) y los demás. Los grupos que buscan agendas de derecho e inclusión dicen: “esto también es familia“, “yo también soy sujeto de derecho” (es decir, reconocen al otro pero a la vez solicitan ser reconocidos desde su alteridad).
Por su parte, los sectores conservadores utilizan la lógica maquiavélica de la exclusión: lo nuestro sí, el resto no; en nosotros la verdad, en ellos el error; aquí lo bueno, allá lo malo. Un discurso discriminatorio y, en términos políticos, absolutamente antidemocrático.
De esta manera, lo público deja de ser un espacio donde una diversidad de voces se encuentra para dialogar –con tensiones incluidas– y llegar a consensos mínimos, para pasar a ser una plataforma donde se lucha por el reconocimiento propio en detrimento del resto. Lo público se transforma en un campo de batalla antes que en un espacio de intercambio y (re)conocimiento.
Todo esto hace imperante la necesidad de formar una coalición de organizaciones e iglesias con una visión alternativa y crítica, que dé cuenta que la espiritualidad, lo religioso y la fe distan de ser elementos condenatorios de la diversidad, moralmente restrictos y clausurados a la inclusión. (Ver: ¿Qué dice la Biblia realmente sobre la homosexualidad?).
Existen innumerables espacios que presentan una visión alternativa y que podrían jugar un rol central junto a organizaciones de la sociedad civil, para hacer frente a estas avanzadas fundamentalistas dentro del espacio público, las cuales, como vimos, poseen una gran capacidad de articulación política con otras fuerzas.
Se trata de demostrar que las creencias religiosas no tienen por qué oponerse a prácticas y cosmovisiones democráticas; todo lo contrario: tienen mucho que aportar a su desarrollo. (Ver: Hay muchas voces religiosas que no son “antiderechos”).
Por último, aquí el trabajo de la teología ingresa en su inherente dimensión política y pública, como una herramienta que puede convocar al diálogo entre voces religiosas y organizaciones civiles, con el doble objetivo de construir un espacio de reconocimiento mutuo, así como el desarrollo de un frente de crítica, resistencia y deconstrucción sobre este conjunto de posturas fundamentalistas que distan de representar el Dios de la vida, que tantas expresiones y experiencias religiosas predican y promueven.
* Teólogo y director del Grupo de Estudios Multidisciplinarios sobre Religión e Incidencia Pública (GEMRIP).
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