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Hannah Arendt filosofa

“Nunca leí a una mujer filósofa en la carrera”

La desigualdad de género en las universidades ha impulsado a algunas mujeres a hablar. Acá, el testimonio de Marcela Tovar sobre su paso por la carrera de Filosofía en la Universidad Nacional.

Por: Marcela Tovar Thomas*

Hace unos días nuevamente el tema del sexismo, la disparidad de género y la preocupación por el trato a las mujeres en el Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia volvió al debate público.

Esto, dado que entregaron los resultados del concurso de docentes de planta que se abrió después de 13 años. Resultado: otro hombre para el cargo -en un departamento con 17 profesores de los cuales solo una es mujer- y en el segundo lugar (el elegible), también hombre.

La Red Colombiana de Mujeres Filósofas -de la que formo parte- presentó una petición que por supuesto firmé. Esto también recordó cuando el departamento celebró sus 70 años y se programó -pero no se hizo- un panel de discusión con filósofos egresados que no ejercen la academia; sólo hombres fueron invitados, ninguna mujer.

Ver: Los verdaderos filósofos y las mujeres

La situación reciente se ha ventilado en varios medios en las voces de mujeres filósofas increíbles como Laura Quintana o María del Rosario Acosta. La respuesta del Departamento, por primera vez en la historia, fue de reconocimiento de un problema de prácticas sexistas en su interior.

Sin embargo, su postura frente al problema es que no sabe cómo abordarlo, que el concurso no se podía hacer de otro modo legalmente, que el machismo es un problema de la sociedad e histórico y no sólo del Departamento y que -si tanto les importa- se reciben sugerencias.

Como muchas filósofas han señalado, el problema en sí mismo no es el concurso, ni la discusión está en el detalle de lo legal, ni en la sospecha de que haya sido para favorecer a los hombres. El resultado del concurso es un síntoma más, al menos cuando yo fui estudiante, de un Departamento que tiene unas dinámicas malsanas y discriminatorias hacia las mujeres.

El Departamento, en la época en que hice mi pregrado (entre 1998 y 2004), era un lugar hostil hacia las mujeres y el problema es justamente que, en tantos años, pareciera que no se ha hecho nada para solucionarlo. En efecto, es bastante diciente que para el concurso sólo 4 mujeres se hayan presentado entre 15 postulantes.

Esta discusión y el ejercicio de leer y escuchar testimonios sobre prácticas de discriminación y maltrato hacia las mujeres en el Departamento, me hizo recorrer desde mi experiencia personal nuevamente los laberintos emocionales de lo que significó ser mujer en el Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional en la época en que hice mi pregrado.

En este ejercicio logré identificar prácticas de las que fui víctima y que callé también, por no perder algunos “privilegios” (de niña consentida), pero también porque en un mundo dominado por varones era la única manera de sobrevivir, la única manera de ser tenida en cuenta.

Hoy, al revisarlo todo tras varios años de distancia, entiendo por qué actué como lo hice, por qué permití que se me tratara de esa manera.

Me perdono y pido perdón a mis compañeras mujeres por las que no fui capaz de alzar la voz en ese momento.

Nunca había hecho este ejercicio de identificar los momentos específicos en los que me sentí vulnerada por el hecho de ser mujer, ni el análisis que corresponde a la manera como actué y las consecuencias que eso tiene hoy en mi vida.

He querido mucho a mis profesores. Recuerdo mis años de universidad como una de las mejores épocas de mi vida, aprendí inmensamente y mucho de lo que soy ahora se lo debo al Departamento. Pero también muchas de mis inseguridades pueden rastrearse en las dinámicas instaladas ahí, que crearon y recrearon situaciones que se normalizaron pero que no son deseables ni aceptables.

No daré nombres de profesores. Hablaré de situaciones específicas que me parecen representativas. Lo hago también como una invitación a que otras mujeres lo hagan, pues considero que el problema no es exclusivo del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional ni de la carrera de Filosofía, sino de la academia en general.

Entré con pocas mujeres. Éramos unas tres o cuatro, en relación con 37 hombres con quienes convivíamos. No tuve en toda la carrera ninguna profesora mujer del Departamento, salvo por una de matemáticas que nos dictó lógica. Como ya lo han señalado otras egresadas, nunca tuve en mis 5 años de carrera voces femeninas para estudiar. Descubrí filósofas de la talla de Martha Nussbaum e incluso Hannah Arendt después de graduarme, pues nunca las estudiamos a ellas ni a ninguna otra mujer filósofa.

Existían prácticas que estaban instaladas en el departamento de esa época, en donde muchos profesores no solamente buscaban establecer -y establecían- diversas relaciones con sus estudiantes, cuestionables en términos de poder. Este era el ambiente en el que vivíamos las alumnas, en donde adoptar actitudes consideradas como masculinas nos permitía sobrevivir.

Por ello, tal vez, yo vestí jeans y unos tenis gigantes -de atracador, decía un amigo- durante toda la carrera. Casi nunca usé faldas, no me sentía segura ni cómoda. Sin embargo, al final de la sustentación de mi tesis, que obtuvo mención meritoria, a la que asistí de falda corta, el comentario de cierre de uno de los profesores asistentes fue: “tantos años esperando que se viniera así, de falda”.

También soportábamos comentarios que, a manera de infantilización o humillación, reiteraban de una forma peyorativa precisamente nuestra condición de mujer. Por ejemplo, en una de esas clases donde yo era la única mujer, cada vez que levantaba la mano para hablar, el profesor se sentaba, se tapaba con su chaqueta como si fuera cobija y decía: “a ver qué va a decir la niña”.

Ese mismo profesor me encargó comprarle una hamaca cuando hice un viaje a la Guajira. Le hice el favor y al entregársela me quedó debiendo veinte mil pesos que pactamos me pagaría después. Así lo hizo.

Un día en el que llegué al departamento, y delante de muchos estudiantes -todos hombres-, me dio el dinero y me dijo: “de lo que le quedé debiendo de anoche”.

En otra ocasión otro profesor, en una entrevista para una monitoría, en lugar de preguntarme sobre mis conocimientos para el cargo, me preguntó: “¿por qué todo el mundo está enamorado de usted?”.

Esto igualmente se notaba cuando utilizaban prácticas y profesiones consideradas como femeninas y, por ende, peyorativas para hacer comentarios hirientes. Un profesor tenía la costumbre de señalar que los análisis eran poco profundos, con la oración “eso parece de trabajadora social” (en femenino).

Por ello no considero exagerado ni traído de los cabellos afirmar que el ambiente del departamento no era seguro para las mujeres y que quizá la brecha que existe actualmente, se debe en gran parte a este tipo de prácticas. Prácticas que nos vulneran, nos atemorizan y nos obligan a naturalizarlas para poder sobrevivir y, sobre todo, ser tenidas en cuenta.

Escribo no para incendiar y posar de víctima. No lo soy y como he dicho antes, también disfruté inmensamente mi época universitaria. Lo hago porque es importante que hablemos sin tabúes, sin tapujos de lo que ha venido pasando: la manera como nos hemos sentido las mujeres, nuestra invisibilización -como estudiantes, académicas y filósofas- y de aquellas violencias que se han normalizado.

Finalmente, invito a que muchas mujeres más hablen para que puedan producirse cambios en los comportamientos, y entender el trasfondo cultural que existe en todo esto.

No sólo desde una perspectiva macro, sino en la comunidad inmediata del Departamento, para que los profesores, alumnos y alumnas, así como otros departamentos de la universidad y otras universidades, entiendan que esos signos de disparidad que denunciamos llevan en lo profundo dinámicas que han marcado con dolor y miedo a muchas mujeres.

* Marcela Tovar Thomas, Filósofa, Magister en Educación y Formación – Formulación proyectos de la Universidad Paris V y consultora para políticas de consumo de drogas, seguridad y juventud.

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