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Manu Echeverri

“A mi yo de 12 años le diría: eres perfecta como eres”

Reconocer su orientación sexual fue un proceso largo para Manuela Echeverri. Le implicó pasar por iglesias que la hacían sentir poseída, participar en marchas “anti LGBTI”, sufrir depresión y tener problemas de alcohol y drogas. Todo cambió cuando triunfó el amor propio y familiar. 

Vídeo y fotos: Andrés Camilo Gómez de Goteam 

A los seis años Manuela supo que le gustaban las mujeres. Desde muy temprano descubrió que no sentía por los hombres lo que en el colegio, en la televisión y por todas partes le decían que debía sentir.

A los 10 años ya había interiorizado muy bien el mandato social de que las mujeres solamente pueden sentir atracción por los hombres y viceversa. Para entonces, en su mente, era imposible que a una mujer pudiera gustarle otra mujer. Nunca había visto que esto fuera una posibilidad.

En parte porque a pesar de crecer en una familia amorosa, en su casa nunca se habló, ni para bien ni para mal, de diversidad sexual y de género. “Tampoco recuerdo haber tenido clases de educación sexual que contemplaran estos temas. Lo máximo que escuché fueron los señalamientos y las burlas cuando un niño se salía de la masculinidad tradicional”, recuerda. (Ver: El bullying por homofobia debe salir del clóset)

Entonces se preguntó: si me gustan las mujeres, ¿por qué soy mujer? Y se respondió: yo debo ser un hombre porque son a ellos a quienes les gustan las mujeres. “No era que yo me sintiera un hombre. Nunca pensé que esta fuera mi identidad de género sino que suponía que si me gustaban las mujeres, yo debía ser un hombre porque no veía otra opción. Así, cuando en mi adolescencia me gustaba una mujer, en mi imaginación asumía un rol masculino”. (Ver: Diversidad sexual y de género: lo que se dice vs. lo que es, I parte)

A mi yo de 12 años le diría: eres perfecta
Manuela Echeverri nació y creció en Bogotá, tiene 32 años, es dueña de Donut Queens (empresa con tres locales en Bogotá), esposa de Carmen y sobrina de Andrea Echeverri (la de Aterciopelados). 

“La resistencia a aceptarme me despertó un odio interno”.

En los juegos de infancia siempre se pedía el papel de hombre y prefería jugar con el Ken que con la Barbie. “Yo tuve lo que podrían considerarse ‘rasgos de masculinidad’, hecho que algunas familias rechazan, pero mi mamá no tenía problema en regalarme balones de fútbol, en comprarme mocasines y chalecos y en vestirme igual a mi papá. Nunca nadie me cuestionó por eso. En el colegio era más difícil, ahí sí debía fingir ser más femenina”.

A los 12 años, en séptimo grado, Manuela sintió que no estaba bien la manera en que ella se fijaba en algunas de sus compañeras. Esa sensación la consumía por dentro. Pero se tranquilizó pensando que seguro se debía a que no había tenido novio y decidió que la mejor forma de “quitarse la homosexualidad” de encima –palabra que para entonces ya entendía– era saliendo con hombres. “Aún no sé de dónde me vino esa idea”.

Lo hizo pero se sintió mal. Además, todo el colegio se enteró de que había empezado su vida sexual y vino el bullying. “Ahora se habla del matoneo como una realidad escolar, pero eso no pasaba en mi infancia y adolescencia. El bullying que yo viví fue muy fuerte pero en ese entonces todo se reducía a ‘es normal’. Muchas de las personas de ese colegio no sabían el daño que me estaban causando”. (Ver: ¡Listos los resultados de la primera encuesta de bullying LGBT de Colombia! 9 voces opinan).

La situación se volvió insostenible y Manuela se cambió de colegio. Vida nueva, pensó, pero seguía sintiendo que no podía hablar con nadie sobre sus sentimientos. En ese proceso de entender que no tenía ningún problema por sentir atracción por las mujeres, sufrió depresión y fue medicada. También vinieron el abuso de alcohol y las drogas. “Todo estuvo muy ligado a no entender lo que me pasaba”.

“En mi infancia y adolescencia nunca conocí a una persona abiertamente LGBT. Me tomó años entender que la homosexualidad es una orientación sexual más”.

A mi yo de 12 años le diría: eres perfecta
Los papás de Manuela se separaron cuando ella tenía diez años. Hasta entonces vivió con ellos y su hermana Susana. Cada uno se volvió a casar y Manuela se quedó viviendo con su mamá, el esposo de ella y un hijo de él, David. Tiene otra hermana, Verónica, también hija del esposo de su mamá.

Estaba en once grado cuando viajó a Argentina y en una fiesta se dio su primer beso con una mujer. “¡Me sentí viva!”. Todo cambió aunque no para decir “soy lesbiana”, pero sí para que más besos con mujeres fueran y vinieran, sintiendo siempre que algo le faltaba.

Cuando se graduó del colegio Manuela se fue a Providence, una ciudad muy liberal en Estados Unidos, a estudiar ingeniería de alimentos, panadería y pastelería. “Vivir en este país me abrió el mundo”. Empezó a conocer mujeres de su edad abiertamente lesbianas que le atraían y de un contexto similar al suyo. “Yo no podía creer que había mujeres así”.

Pasó de pensar que estaba sola en el mundo, que nadie más había pasado por lo que ella vivía y que nunca iba a encontrar una pareja, a darse cuenta de que en la vida real –y no solamente en series como The L World o Glee– había mujeres que sentían atracción por otras mujeres y nada malo pasaba. Salió con algunas chicas, nada serio, pero ¡al fin se sintió dueña de su vida!

“Por primera vez vi que las personas podían vivir libremente como son”

En unas vacaciones en Colombia puso en palabras lo que ya tenía claro: “me gustan las mujeres”. Había planeado un millón de veces esta conversación con su hermana Susana. Tenía preparado que si ella le decía tal cosa, Manuela le respondería tal otra. Pero no fue necesario. Su hermana la abrazó y le dijo: “tranquila, yo lo sabía”.

A sus 20 años, en Estados Unidos, tuvo su primera relación estable. Pero pasó algo que nunca imaginó. Su novia y la familia de ella eran cristianos y por hacerse la amigable con el tema, decidió asistir a la iglesia que ellos frecuentaban. “Yo al principio iba con ella pero cuando terminamos, me metí de lleno”.

En poco tiempo regresaron los sentimientos de culpa y los temores que creyó superados pero con el agravante de que empezó a pensar que tenía el diablo adentro por sentir atracción por las mujeres. (Ver: “Cuando acepté que ser homosexual no era enfermedad ni pecado, mi vida cambió”).

Me enganché tanto en esa iglesia al punto que llegué a marchar contra el matrimonio entre personas del mismo sexo”. Los domingos iba a la ceremonia principal y al menos dos días más a la semana al estudio de la Biblia. (Ver: ¿Qué dice la Biblia realmente sobre la homosexualidad?).

Manuela Echeverri recuerda por qué #ElAmorEsMásFuerte.

A Manuela como a tantas otras personas le pasó que en un momento de quiebre y preguntas, esas iglesias la llenaron de respuestas. Las que sea, no importa. Y ahí estuvo al menos un año. “Esas iglesias saben manejar muy bien las emociones y fingir llenar los vacíos que tenemos. Después de haber ido a misas católicas, uno siente la diferencia: le apuntan directamente al corazón y especialmente al de aquellas personas que están buscando respuestas”. (Ver: Camilo Colmenares: la música me salvó la vida).

Detrás del afán por “superar la homosexualidad” estaba el miedo de regresar a un país conservador como Colombia, porque sentía que acá su único camino sería casarse con un hombre y tener hijos. La solución que encontró: rezar y rezar para que algún día se “curara”.

Yo, por supuesto, no comparto las opiniones homofóbicas pero después de haber asistido a esas iglesias, entendí por qué una persona puede llegar a sentir tanto rechazo por la diversidad sexual y de género”. (Ver: El género existe y no es una ideología).

“Yo, siendo lesbiana, fui homofóbica”.

“Llegué a creer que si tenía la religión de mi lado, iba a poder fingir por el resto de mi vida”.

Viviendo en Estados Unidos supo que un primo suyo era gay. Aún así se dijo: “a él lo aceptaron, pero conmigo será distinto”. Actualmente, en reuniones familiares, hay quienes le dicen que desde que ella era una niña lo sabían y la respuesta de Manuela es: “¿por qué no me lo dijeron? ¡Me habrían evitado tantos rollos!”. Con su primo se ríen acordándose que desde siempre todo estuvo muy claro: él siempre prefirió jugar con la Barbie y ella con el Ken.

En 2010, estando aún en la iglesia cristiana y con poco más de un año sin fumar ni tomar bebidas alcohólicas, Manuela viajó a Bogotá para hacer un trámite de la visa. En esta visita, un par de cervezas fueron suficientes para darse besos con una mujer. A sus 23 años dijo: ¿a quién intento engañar? ¡Soy muy gay!

A esto se sumó que tuvo una imagen de sí misma de 40 años viviendo en Bogotá y casada con un hombre pero poniéndole los cachos con una mujer. “Hacia esto va mi vida si sigo fingiendo lo que no soy”, concluyó.

Regresó a Estados Unidos e intentó quedarse allá pero por temas de visa no pudo y volvió a Colombia. El paso a seguir: hablar con sus papás pero tenía miedo. Entró en depresión. Para rematar, una de las psicólogas que consultó le dijo: “es que tú no has estado con suficientes hombres, ¿por qué no intentas de acá a seis meses salir con muchos?”. (Ver: Miguel Rueda y su apuesta por el amor).

“El problema de fondo no era mi familia sino que yo no me aceptaba”.

A mi yo de 12 años le diría: eres perfecta
Manuela siente que en su infancia y adolescencia le hizo falta que en su casa se hablara de diversidad sexual y de género. “Me refiero, por ejemplo, a ver en familia una película donde sale una pareja del mismo sexo y hacer ver que esto no es un problema”.

La psicóloga que posteriormente contactó y con la que finalmente se quedó le dio la fuerza suficiente para abordar el tema con sus papás. Además, le presentó una paciente suya. “Esa paciente y su novia fueron las primeras mujeres lesbianas que conocí en Bogotá”. (Ver: ¿Cómo salir del clóset?).

En diciembre de 2011, en un almuerzo, le dijo a su papá: “me gustan las mujeres”. “Mi papá me abrazó y me respondió que él lo sabía desde que yo era una niña”. Un peso menos. La conversación la cerró con un: “puedes contarle al resto de la familia”. Y en un evento familiar en el que Manuela dijo que se iba porque tenía una cita con fulanita, todos respondieron: “¡Hasta que nos contaste!”. (Ver: Aceptar a los hijos LGBTI).

Un par de meses más tarde vino el almuerzo con su mamá (sus papás se separaron cuando ella tenía 10 años). Tenía más miedo de su reacción. Lloraron. Después llegó la etapa de “¿en qué fallé como mamá?”, las preguntas de si será que le faltó tener más novios y las advertencias de “es mejor que ciertas personas de la familia no sepan”, hasta llegar a un “te amo como eres”. Libertad y felicidad. (Ver: “La vida y Dios me premiaron con un hijo gay”).

“Muchas veces la familia lo sabe y lo único que está esperando es que uno lo cuente. En esos casos, ¿no sería mejor que la familia lo preguntara directamente?”

Ya con sus papás de su lado, no le importaba que el mundo entero lo supiera. “Sí, soy Manuela, soy lesbiana, soy valiosa y voy a encontrar pareja”, fueron las ideas que le llegaron a su mente.

Ahora, Manuela se pregunta por qué ella creía que el tema de su orientación sexual iba a ser tan difícil con su familia. Una duda más que válida teniendo en cuenta que es sobrina de Andrea Echeverri, la cantante de Aterciopelados, una mujer particularmente transgresora.

Ayuda mucho que Andrea sea parte de la familia porque ella contribuyó a consolidar la idea de que lo normal no existe sino que cada quien es quien es”. Andrea, dice, es una persona realmente auténtica. “No finge ser nada distinto de lo que es. Así, poco a poco, hemos construido una familia donde hay distintas profesiones, expresiones, orientaciones sexuales”. (Ver: “Lo de menos es que mi hijo sea gay, lo importante es él como ser humano”).

“Una vez mi familia lo supo, lo que los demás pensaran dejó de importarme. Entre más cómoda me sentía conmigo misma, menos pensaba en el qué dirán”.

“Carmen, mi esposa, desde que conoció a Andrea, dijo: ella es tal cual lo que uno se imagina”.

Después de hablar con su familia vinieron algunas relaciones cortas y la tranquilidad de que los porteros, en su trabajo y sus amigos lo supieran. “Yo no quería mentir más en conversaciones cotidianas diciendo que el fin de semana salí con unos amigos o que vivo con una roommate. En todo caso uno está saliendo del clóset de manera permanente: cada vez que entra a un nuevo trabajo o cuando le presentan a alguien, por ejemplo”

Tres años y medio después de hablar con sus papás, Manuela conoció a Carmen por Tinder en Barranquilla. “Ella estaba terminando la universidad allá y yo fui a esa ciudad un fin de semana, descargué la aplicación y fue mi primer match”.

Se conocieron en septiembre de 2015 y en diciembre de ese año vino la propuesta de matrimonio. En principio pensaron hacerlo en Ciudad de México. En Colombia aún no había salido la sentencia de la Corte Constitucional aprobando el matrimonio entre personas del mismo sexo. Sin embargo, presentaron la solicitud ante un juez, fue aprobada y en mayo 25 de 2016 se casaron en Bogotá. Su abuela fue madrina de matrimonio. (Ver: Matrimonio igualitario en Colombia, paso a paso).  

“Años atrás, con algunas novias, parte de mi familia se refirió a ellas como ‘la amiga’, pero a Carmen siempre la han tratado como mi esposa”.

Carmen asiste a todos los eventos familiares. “Aunque cada integrante de la familia tiene su proceso de aceptación, esto no puede ser excusa para excluir a una persona del núcleo familiar. En todo caso, si una persona LGBTI se siente insegura de asistir a un evento familiar porque su integridad física o emocional corre peligro, es mejor tomar distancia mientras esas otras personas elaboran su proceso porque uno no puede exponerse a eso”.

Manuela no tiene duda de que su lucha de fondo fue de amor propio. “Cuando yo me acepté, todo comenzó a fluir. Si uno tiene confianza en sí mismo va a ser muy difícil sentirse mal por los comentarios de terceros”. (Ver: Sí, todo mejora).

Sabe que parte del aporte que personas como ella pueden hacer es vivir fuera del clóset. “Entiendo que esta no es una posibilidad para mucha gente. Infortunadamente en muchas partes todavía no es una opción ser abiertamente LGBTI. Pero cuando esto es posible, hay que hacerlo y presentar a la pareja como el novio o la esposa y no como un amigo o una roommate”. (Ver: Venimos a dejar el mundo mejor de como lo encontramos).

A las personas LGBTI que piensan que nunca serán felices y que nunca nadie las aceptará, les digo que son valiosas por el simple hecho de existir. Y a quienes no son LGBTI pero conocen a una persona que lo es, les pido: ¡háblenle! A mí a los 14 años me hizo mucha falta que alguien se hubiera sentado a hablar conmigo. Yo necesité oír que estaba bien ser quien soy”. 

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