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Marica y religioso

Tener alguna afiliación religiosa es tan válido y respetable como no tenerla. Las personas LGBTI estamos casi obligadas a ver lo diferente a nosotros como algo tan valioso e importante como nuestras propias vidas.

Agosto de 1992. Agotada y emocionada, mi mamá me vio por primera vez. Mirándome con amor y besándome la frente, dijo: “Dios te bendiga”. Entonces me nombraron “Joshua” (en español, “Josué”, el elegido profeta bíblico que conquistó gran parte de la tierra prometida de Israel).

Cuando nací mi mamá recién se había vuelto cristiana. En aquellos tiempos en mi casa sólo se escuchaban canciones de Marcos Witt o Jesús Adrián Romero, mientras que mis amigos tarareaban canciones de Shakira o Soda Estéreo que hasta ahora vengo a conocer.

Al crecer participé en grupos de jóvenes cristianos, haciendo obras de teatro, cantando en el Ministerio de Alabanza o dibujando. Me gustaba. Disfrutaba muchísimo utilizar mis habilidades para agradar a Dios. Le amaba y, después de mi familia, era lo más importante para mí.

En 2008 hubo un quiebre. Feligreses jóvenes y adultos, compañeros del colegio y hasta un desconocido en la calle me hacían saber por medio de bravuconerías, insultos y burlas que yo era un adolescente amanerado, femenino y “delicadito”. Aparentemente no era un joven cualquiera, y por eso debía prestar atención a mi sexualidad. (Ver: Los paraguas son para maricas).

“Los domingos me emperifollaba para ir a la escuela de niños del Centro Bíblico Internacional para aprender sobre el arca de Noé o la vida de Jonás”.

“Parecía que había algo en mi forma de ser que me hacía diferente al resto”.

El problema es que ese “algo” que me hacía diferente al resto astillaría mi idílica relación con Dios. Eso me frustraba porque yo no había hecho absolutamente nada para que fuera así. Entonces empecé a despreciarme por mi presunta rareza. Empecé a aborrecer mi modo de hablar, la manera en que caminaba y hasta la forma en la que me sentaba. (Ver: No somos iguales: ahí está la riqueza).

Aunque me enfurecían los “¡Siéntate bien!”, “Abre las piernas” o “No muevas tanto las manos”, tenía que hacer lo que fuera para sentir que agradaba a Dios. Sin que mi mamá lo notara, lloraba por las noches pensando en formas de “arreglarme” y así poder resolver mi fragmentada relación con Él.

En una de las tantas visitas dominicales hubo una prédica. Fue dada por uno de los pastores que más admiraba. La prédica era sobre la familia, el matrimonio y los deseos de la carne. Sin darme cuenta, empezó a hablar sobre la homosexualidad. Hasta entonces yo no le había puesto nombre a mi frustración: “homosexualidad”.

Ciñéndose a La Palabra de Dios, el pastor, a quien detesté casi que automáticamente, mencionó varios apartes bíblicos (y también chistes machistas que hoy identifico como homofóbicos) en los que dejaba clara la posición de Dios: no había duda de que condenaba y rechazaba explícitamente a las personas como yo.

El mensaje fue claro y contundente. Recuerdo pensar que, después de todo lo que yo había sido y hecho por y para Él, y a pesar de que yo no había tenido nada que ver… ¿Dios me despreciaba? No lo podía entender.

Mi reacción fue drástica. Con furia y tristeza decidí alejarme por completo de la iglesia. Leía a Nietzsche con su “Dios ha muerto” y escribía ensayos con títulos como “Dios es Basura” que preocupaban hasta a mi profesor de filosofía. Dejé de escuchar mi música cristiana favorita, me obligué a abandonar las oraciones nocturnas y desistí de pensar en mi existencia a través de referencias bíblicas. (Ver: “Cuando acepté que ser homosexual no era enfermedad ni pecado, mi vida cambió”).

Es más, anulé mi espiritualidad por completo. Exploré otras espiritualidades como el taoísmo o el budismo, pero sin éxito. Me sentí (y todavía siento) cómodo y feliz siendo lo que era (y soy) sin la (aparente) injerencia de Él en mi vida. Así, me he venido profesando como un fiel seguidor de nada y de nadie.

Más allá de tener inquietudes sobre qué o quién nos creó o cómo seguimos aquí, no son más que eso: inquietudes sin resolver. No he tenido interés ni disposición por seguir explorando los posibles caminos de mi espiritualidad.(Ver: Diversidad sexual y nuevas alternativas espirituales).

“Resolví consciente y voluntariamente dejar de ser cristiano”.

Imagen tomada durante la marcha LGBTI de Bogotá, 2019.

Luego de pasar años en esa tarea y de aceptar mi homosexualidad como parte de mí, deduje que ser cristiano (o, a grandes rasgos, religioso) era incongruente con ser LGBTI. Y, más allá de eso, el vínculo entre ambos conceptos (religión y homosexualidad) lo encontraba irracional, absurdo, desinformado y hasta estúpido. “¿Una marica cristiana? Pfff… ¿A quién quiere engañar?”. (Ver: Más razones para hablar de religión y diversidad sexual).

Ensanché una guerra desproporcionada en contra de todo lo que tuviera que ver con la iglesia, en particular con las cristianas y católica. Motivos no sobran, sobre todo por los curas pederastas, las trabas para el matrimonio LGBTI o la adopción, y bueno, su opulenta influencia política y económica.

El caso es que este es un problema que he decidido acabar ya. Si por un momento pongo mi dolor a un lado, el cristianismo me hacía inmensamente feliz. Le daba propósito a mi vida y le daba rienda suelta a mi creatividad, consolidaba mi sentido de benevolencia y fortalecía mi amor por los demás. Aprendí a cantar, a hacer amigos, a superar mi timidez y a conocer más sobre un estilo de vida que disfrutaba. Porque tener alguna filiación religiosa es eso, seguir un estilo de vida más.

Hoy veo a mi mamá, una devota mujer cristiana, sentirse feliz, emocionada y plena de trabajar en una iglesia en la que cree, a la que quiere contribuir y en la que busca que otros se sientan tan completos como ella. ¿Quién soy yo para condenar eso? (Ver: Hay muchas voces religiosas que no son “antiderechos”).

Hoy, entonces, he entendido dos cosas. Por un lado, aprendí que tener alguna filiación religiosa es tan válido y respetable como no tenerla. Aquí me refiero a los feligreses en general. Como seres humanos es básico respetar las diferencias. Pero como personas LGBTI, estamos casi que obligados a ver lo diferente a nosotros como algo tan valioso e importante como nuestras propias posturas de vida.

Hay personas que han encontrado su felicidad en Dios y eso tiene sentido, hay que darse cuenta de que hay amigos que oran por su familia y por nosotros, y honran a Alá, sin ser fundamentalistas ni menos arcoíris que nosotros. Y hay que aceptar de una vez por todas que nuestras madres o tías no nos aman menos por mucho que pasen sus días en casas de oración, leyendo la Biblia o escuchando prédicas.

No todos los curas son pederastas, no todos los pastores rechazan a los homosexuales y no todos los feligreses siguen doctrinas retrógradas y discriminatorias. Caer en estas generalizaciones es tan nocivo como prestar atención a las conjeturas estereotipadas que hacen los heterosexuales no aliados sobre las personas LGBTI.

“Con estas reflexiones no pretendo olvidar el rol que han jugado las iglesias en mi vida y en la historia de la humanidad”

“Si marchamos en nombre de la inclusión y de la diversidad, lo menos que podemos hacer es dejar de tratar todo lo religioso con ironía o irrespeto”.

“¡Basta ya con el enfrentamiento iglesias vs. personas LGBTI!”

Si marchamos en nombre de la inclusión, de la aceptación y de la diversidad, lo menos que podemos hacer es tratar lo religioso, sea católico, protestante, musulmán o cualquier otra posibilidad espiritual, con desdén, ironía, grosería, irrespeto o como objeto de burla.

Por otro lado, también he entendido que ser marica y religioso/a no es una ecuación excluyente. Hay gais cristianos y lesbianas musulmanas y eso tiene sentido. Hay líderes religiosos que han hecho nuevas interpretaciones de los pasajes bíblicos que supuestamente condenan la homosexualidad en un intento por promover mensajes de amor e inclusión. (Ver: ¿Qué dice la Biblia realmente sobre la homosexualidad?).

Son precisamente esas miradas sobre los textos religiosos las que han permitido que, por ejemplo, se creen iglesias cristianas inclusivas en España, Argentina y hasta en Colombia: una iglesia cristiana gay en Bogotá.

Ver los textos religiosos con un lente nuevo (uno multicolor) permite que personas LGBTI, incluido yo, hallen un posible camino de espiritualidad (si así lo desean). También proporciona aproximaciones innovadoras, enriquecedoras y necesarias que contribuyen a la consecución de derechos para el movimiento LGBTI en nuestros sistemas políticos, sociales y religiosos. (Ver: La libertad religiosa no es para vulnerar derechos).

A partir de hoy, doy por terminada mi guerra con Dios y con todos los que le siguen, sean LGBTI o no. Esto no significa que regresaré al cristianismo, al menos no por ahora. Pero, aunque mi espiritualidad siga irresoluta, seguiré tarareando himnos cristianos como “Santo, santo, santo” de Steve Green o “Eres todopoderoso” de Danilo Montero. De pronto por nostalgia o quizá por costumbre… O tal vez, evocando al pequeño Joshua ingenuo y desinteresado de entonces, cante en homenaje a una llamita de fe que nunca se apagó.

3 thoughts on “Marica y religioso

  1. Demasiado bueno este artículo, muy bien elaborado y explica cada detalle como tiene que ser. Me gusto mucho leerlo.
    En lo personal no profeso ninguna religión, en teoría soy católico pero no practicante. En Costa Rica ???????? todo es señalado y criticado. No he encontrado algún lugar donde me sienta aceptado sin que los demás lo vean a uno como un bicho raro, un lugar donde no hagan ni digan comentarios homófobos.
    Sigo por el momento creyendo que Dios es amor y me ama tal cual soy, rezando y reflexionando en un espacio de mi casa las cosas.

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