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¿Cómo estuvo tu semana?

Parte de la depresión y de la ansiedad que he vivido está vinculada a mi infancia. Las personas LGBTI, además de lidiar con los problemas de cualquier otro ser humano, debemos agregar los señalamientos por nuestra orientación sexual, identidad y expresión de género.

Hace algunos meses un amigo me invitó a una charla sobre resiliencia emocional que él lideraría. Sin mayor plan para ese día, acepté sin pensarlo mucho. Cuando llegué, resultó que el evento era una sesión especial para un grupo de apoyo en salud mental. Me quedé.

Luego de experimentar depresión y ansiedad en múltiples ocasiones durante los últimos 10 años, mi salud mental había sido dominada por la equivocada noción de que la depresión no es realmente un problema.

Hacía estas reflexiones en mi mente mientras quienes asistían, todas personas locales (yo era el único extranjero, así que mi sensación de “mosca en leche” se intensificaba), interactuaban plácidamente entre ellas: hacían comentarios jocosos, se reían, se abrazaban…

La sesión inició con las palabras del líder del grupo y una ronda de presentaciones. Luego vino una pregunta, corta y sencilla que, sin saberlo, lo cambiaría todo: “¿Cómo estuvo tu semana?”. El salón quedó en silencio. Mi semana había tenido altibajos, claro, pero nada que valiera la pena compartir, pensé. Así que decidí sólo escuchar.

He estado “resolviendo estos asuntos” dejándolos pasar, llorando durante un par de noches y diciéndome a mí mismo “ya pasará”.

Hubo llantos, abrazos y emociones en el aire. Seguí sin decir nada.

Las historias detrás de las sonrisas que había visto hacía unos minutos incluían abusos, intentos de suicidio, desórdenes alimentarios, bipolaridad, ansiedad y depresión vinculados a homosexualidad no aceptada o rechazada, a hogares caóticos y a relaciones tóxicas.

La charla resultó ser un taller. Hicimos ejercicios de introspección y autoestima con papel, marcadores y juegos de roles. Al terminar la sesión armaron plan para almorzar en grupo, pero aún el hielo no se había quebrado lo suficiente. Mientras esperaba el taxi, los miré y, recordando la sesión, me sentí abrumado.

Ya en casa tuve una sensación agridulce: por un lado, no esperaba escuchar estas historias. Por el otro, quería volver. ¿Pero valía la pena volver si, en general, me sentía bien? Estaba atravesando por muchos cambios pero estaba bien.

Decidí seguir asistiendo. Fui varias veces y el hielo se fue rompiendo, a pesar de no compartir mucho sobre mí durante cada sesión. Solo iba y escuchaba. Empecé a forjar amistades y la confianza creció. Me sentía genuinamente bien y me gustaba compartir con este grupo.

Un día, de la nada, pasó: después de algún tiempo, tuve un horrible ataque de ansiedad. Lo había anticipado y le temía, hasta que sucedió. Fue por todo y por nada: por vivir en un nuevo país, por no entender cosas, por estar lejos de casa, por no cuidarme, por sentirme solo.

Con lágrimas brotando, escribí en el chat del grupo de apoyo y describí cómo me sentía. Leer sus palabras de aliento fue sumamente reconfortante porque cada una de estas personas sabía casi exactamente cómo me sentía. Lo habían vivido y se habían vuelto más fuertes.

Algunas de ellas estaban atravesando por eso en ese momento. Sus recomendaciones eran distintas en conocimiento, profundidad y experiencia de las que podían brindarme amigos o algún familiar: “¡anímate!” o “a todos nos pasa.” Me entendían.

Dejé de sentirme solo y mi ansiedad empezó a disiparse.

Gran parte de mi ansiedad está vinculada a experiencias de mi niñez. A las personas LGBTI, además de lidiar con nuestro físico o nuestros dramas familiares, como cualquier otro ser humano, nos toca agregar una capa más a nuestra coraza de resiliencia: nuestra orientación sexual o identidad de género. (Ver: Marica y religioso).

Como resultado, hemos creado y empleado estrategias de mitigación del dolor por nuestra cuenta, muchas veces sin guías o referencias. Percibimos la depresión como algo inevitable y conectamos nuestra ansiedad y angustias con inseguridades alimentadas por una autoestima astillada por años de matoneo escolar, de comentarios soeces de familiares, de pretender ser alguien distinto, de reprimir impulsos tan pequeños y significativos como sentarte con las piernas cerradas, hablar de cierta forma o desear sujetar la mano de la persona amada en la calle.

Esto desemboca en una salud mental vulnerable que no puede ignorarse. Aunque esto no es exclusivo de las personas LGBTI, pues de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS) en Colombia al menos 4,7% de la población sufre de depresión  y se estima que al menos el 40,1% de los colombianos sufre o sufrirá algún trastorno mental.

Sin embargo, en comparación con las personas heterosexuales, las LGBTI somos más propensas a tener problemas de salud mental y a llegar al suicidio. Aún así, persiste la estigmatización hacia estos temas.

Nos da miedo admitir que nos sentimos más tristes que de costumbre, que lloramos más seguido sin razón o que de repente hiperventilamos y no podemos respirar. Quizás porque lo hemos vivido antes y lo hemos superado, porque es lo que conocemos, porque así es la vida que tenemos. Pero podemos estar mejor. (Ver: Sí, todo mejora).

Asistir a las sesiones del grupo “así como quien no quiere la cosa” me ha permitido notar aspectos de mí mismo que me han ayudado a entenderme. He visto, por ejemplo, que despliego una seguridad excesiva, tan frágil y a la vez tan borrosa, de la que soy plenamente consciente porque los hombres “tenemos” que ser así, seguros, firmes y sin titubeos.

Me he convertido en un robot sobrado, vagabundo y solitario.

Esta falsa seguridad es reforzada por un aura de pragmatismo que me he encargado de esculpir y pulir, fina y filosa, que me impide apegarme emocionalmente a otras personas. Descarto cualquier amenaza, real o ficticia, con decisiones tajantes para blindarme para no tener que lidiar con ella, pues significaría revisar mis emociones.

Luego soy duro conmigo mismo por ser el responsable de mi soledad. Y así como cuando era pequeño y caminaba un kilómetro más para evitar chocar con un grupo de bullies, he hecho lo posible para escapar, moverme de ciudad en ciudad, combinando mis deseos de querer alejarme de todo con mis aspiraciones personales y profesionales. (Ver: Todavía me da miedo).

No escribo esto con tristeza ni lástima. Por el contrario, lo hago con optimismo y esperanza. Airear estos pensamientos ha sido un ejercicio terapéutico, necesario y hasta emocionante.

Puede que esté describiendo algo parecido a ti, puede que no. No hay una única forma de sentirse o de lidiar con lo que somos. Ninguna es mejor que otra. Lo importante es saber que quien mejor garantiza tu propio bienestar eres tú. No tienes que hacerlo solo/a. Así que, ¿cómo estuvo tu semana?


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