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Mandarina, feminista y otros insultos

Claro que Carolina Sanín es una feminista trasnochada porque para ser feminista hay que leer, prepararse, cuestionar y enfrentarse. Y no sé si el hombre que intentó callarla en la Feria del libro lo sepa, pero el tiempo no es infinito, hay que trasnocharse.

Alguna vez oí a una niña de cuatro años gritarle a otra “¡mandarina!”. La víctima de tan grave insulto se dio la vuelta y salió corriendo sin poder contener las lágrimas de ira. Yo me reí.

Aunque como adulta debería haber tratado de intervenir, consideré sano que ella aprendiera a lidiar con la rabia y confiaba en que llegaría a su casa, se comería una mandarina y probablemente se daría cuenta de que no había razón para estar ofendida.

Hace algunos meses una amiga colombiana me contó lo indignada que estaba porque en su universidad, en el exterior, le preguntaron cómo era vivir con indígenas y mi amiga, ni corta ni perezosa me dijo “¡Qué tal, piensan que uno vive ahí con ellos!”.

Lejos de generar empatía con la indignación de mi interlocutora, me enfurecí y traté de explicarle lo aterrador de que eso no sea así. Y, vale, se me fue la mano hablando de cómo su familia y la mía deben su privilegio al silenciamiento del delito de uno que otro antepasado nuestro (cosa de la que no me siento orgullosa).

La reacción de mi interlocutora fue inmediata “comunista, atea”. Y “No quiero seguir esta conversación”. Yo supe que me estaba insultando con la segunda frase, pero la primera parte no me ofendió porque no entendí.

Claro que Carolina Sanín está trasnochada. No sé si el honorable hombre del público lo sepa, pero el tiempo no es infinito.

Quizá sí soy comunista, y atea, y literata, pero no me siento culpable por nada de eso. Me ha costado horas de estudio, conversaciones infinitas, más de una lectura de la Biblia y más de una discusión que no ha terminado bien.

Aunque no estuve presente, me he enterado del desafortunado asunto de Carolina Sanín en la Feria del Libro de Bogotá. Entiendo y respeto su reacción: se puso brava porque le gritaron “feminista trasnochada”.

Pero se puso brava porque comparte el código cultural al que todos nos hemos acostumbrado pero que no tiene sentido alguno.

Claro que es una feminista trasnochada porque para ser feminista hay que leer, hay que desaprender lo que nuestros padres nos enseñaron, hay que cuestionar la forma en que se relaciona con otras mujeres, con los hombres, consigo misma, hay que enfrentarse a la abuelita y a la señora del mercado que pregunta por qué uno no ha tenido hijos.

Además, para ser profesora universitaria no sólo hay que mantenerse actualizado sino estar sistemáticamente expuesto a la autocrítica. Para escribir columnas en yo-no-sé-cuántas-revistas hay que saber qué pasa en el mundo, hay que meterse a Facebook y ver lo que la gente opina, hay que ir a conferencias y hay que cultivar amigos que tengan la paciencia de hacer comentarios a sus libros.

Yo también estoy trasnochada, y no hago ni la mitad de lo que Sanín hace. Pero ella entendió algo que yo no entiendo: si el pobre sujeto me grita “feminista trasnochada” yo no sé si me ofendería porque, honestamente, no entiendo.

Lo que sí entiendo son los decibeles y las manos alzadas, o la agresividad pasiva de los espectadores que se escurren en las sillas.

Mandarina, comunista, atea, feminista, homosexual: una sola zona semántica. Un sartal de palabras que se vociferan con ira y con manos alzadas, que se consideran insultos pero cuyos significados parecen no ser importantes.

Ese es el punto: la política colombiana y nuestra forma extraña de discurrir sobre ideas nos han acostumbrado a que el insulto lo pone el grito y no el adjetivo. Estamos en el nivel de la gestualidad y no de las ideas.

Quizá si pensáramos en ideas y no en gestos y decibeles (que no hacen sino prolongar las violencias que Sanín quería denunciar) seríamos capaces de sentarnos a hablar seriamente de contenidos, de hipótesis, de denuncias, de restauración, de convicciones y de preguntas genuinas, sin respuestas que queremos que sean adivinadas. Quizá podamos hacer experimentos que tomen lo bueno de acá y de allá.

Quizá si habláramos de ideas podríamos aprender a desarmar gestualidades y preguntarnos si lo que tanto excita de cierto senador es la forma finquera de hablar o sus contenidos. Yo, que soy un poco tarada, no entiendo nada de lo que dice.

Cuando uno escucha sus discursos solo se oye un sartal de adjetivos que carecen de referente real, de definiciones. Algún día quisiera que él y el tipo de la conferencia de Sanín fueran mis profesores.

Empezaría mis intervenciones en clase con lo de siempre: “Yo no sé si voy a decir una bobería pero ¿De qué hablamos cuando hablamos de comunismo? ¿De qué hablamos cuando hablamos de ateísmo? ¿De qué hablamos cuando hablamos de feminismo?”

Y confío en que no se voltearían ni se irían como la niña a quien le dijeron “mandarina”. Soñaría con que esta conversación nos llevara a trasnocharnos a todos. Quizás, con un poco de sueño, a todos se nos bajan los humos y podemos realmente escucharnos.

No supe nunca qué pasó con esa niña, sólo confío en que ningún adulto le haya dicho que eso es una bobería, prefiero creer que alguien le preguntó: “Bueno, y ¿qué es lo terrible en ser una mandarina?”.

*Candidata a PhD en Español y Portugués. Tiene una maestría en Literatura y Cultura del Instituto Caro y Cuervo. Ha trabajado en el Ministerio de Cultura y en la Red de Bibliotecas del Banco de la República. @pilarosoriolora / pilarosoriolora.blogspot.pt

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